Brasil protesta
El malestar que reflejan las movilizaciones en la calle debe servir de toque de atención a los líderes del país
Las manifestaciones que sacuden Brasil han sumido en el desconcierto a
políticos y sociólogos. Lo que comenzó como una pequeña protesta en São
Paulo contra una subida del billete de autobús equivalente a siete
céntimos de euro ha desembocado, tras unos pocos días, en movilizaciones
multitudinarias por todo el país.
Hace apenas unos meses las encuestas mostraban a los brasileños como una sociedad básicamente satisfecha y optimista, en puertas de grandes acontecimientos como el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos. Y de pronto las calles se llenan como no se veía desde el final de la dictadura, a mediados de los ochenta. La presidenta, Dilma Rousseff, que goza de una elevada aprobación en los sondeos, recibe abucheos.
El Gobierno del Partido de los Trabajadores se pregunta qué ocurre y con quién negociar. Pero en las calles hay un movimiento sin liderazgo —el 80% de los participantes no milita en ningún partido— y sin reivindicaciones unitarias. Los ciudadanos, sobre todo los jóvenes, están blandiendo frente a las autoridades su particular memorial de agravios. Desde la exigencia demagógica del “todo gratis” al hartazgo más que justificado con la corrupción política, la criminalidad y el pésimo sistema de transporte, o el gasto en infraestructuras olímpicas. Es inevitable encontrar ciertos paralelismos con las protestas turcas. En ambos países la represión policial espoleó la indignación, y las redes sociales han sido un instrumento clave en la propagación de las movilizaciones.
A diferencia de lo que ocurrió en la primavera árabe, donde la población combatía dictaduras y reclamaba derechos básicos, en Brasil, como en otras democracias emergentes, ha estallado el descontento de una sociedad que ha accedido a mayores cotas de bienestar, que está más informada y mejor educada, y que por eso tolera cada vez peor la desigualdad y los abusos de poder, y exige unos servicios públicos —empezando por la enseñanza y la sanidad— acordes con la presión impositiva.
Con un crecimiento de apenas el 0,9% el año pasado, una elevada inflación y ciertos reflejos proteccionistas, el país se está descolgando de la vigorosa marcha de los vecinos americanos del Pacífico. El malestar social que reflejan estas movilizaciones de las clases medias debería ser un toque de atención para unos dirigentes que hasta ahora han sabido encarrilar el camino de éxito por el que ha discurrido Brasil.
Hace apenas unos meses las encuestas mostraban a los brasileños como una sociedad básicamente satisfecha y optimista, en puertas de grandes acontecimientos como el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos. Y de pronto las calles se llenan como no se veía desde el final de la dictadura, a mediados de los ochenta. La presidenta, Dilma Rousseff, que goza de una elevada aprobación en los sondeos, recibe abucheos.
El Gobierno del Partido de los Trabajadores se pregunta qué ocurre y con quién negociar. Pero en las calles hay un movimiento sin liderazgo —el 80% de los participantes no milita en ningún partido— y sin reivindicaciones unitarias. Los ciudadanos, sobre todo los jóvenes, están blandiendo frente a las autoridades su particular memorial de agravios. Desde la exigencia demagógica del “todo gratis” al hartazgo más que justificado con la corrupción política, la criminalidad y el pésimo sistema de transporte, o el gasto en infraestructuras olímpicas. Es inevitable encontrar ciertos paralelismos con las protestas turcas. En ambos países la represión policial espoleó la indignación, y las redes sociales han sido un instrumento clave en la propagación de las movilizaciones.
A diferencia de lo que ocurrió en la primavera árabe, donde la población combatía dictaduras y reclamaba derechos básicos, en Brasil, como en otras democracias emergentes, ha estallado el descontento de una sociedad que ha accedido a mayores cotas de bienestar, que está más informada y mejor educada, y que por eso tolera cada vez peor la desigualdad y los abusos de poder, y exige unos servicios públicos —empezando por la enseñanza y la sanidad— acordes con la presión impositiva.
Con un crecimiento de apenas el 0,9% el año pasado, una elevada inflación y ciertos reflejos proteccionistas, el país se está descolgando de la vigorosa marcha de los vecinos americanos del Pacífico. El malestar social que reflejan estas movilizaciones de las clases medias debería ser un toque de atención para unos dirigentes que hasta ahora han sabido encarrilar el camino de éxito por el que ha discurrido Brasil.
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