¿A Dilma y Lula les ha nacido un hijo rebelde?
Dilma se ha encontrado con el expresidente Lula, en São Paulo después
del estallido de protestas en la calle. Cualquier periodista hubiese
dado lo que fuera por asistir a lo que los dos se habrán dicho en este
momento en que el país está en llamas. Ambos han sido los protagonistas
de una década de Gobierno en la que Brasil se impuso como un país con
voluntad de cambio real, sobre todo en el ámbito social, aunque también
económico.
El mundo creyó en el despertar del gigante americano, cada día con más fuerza dentro del continente y más integrado en la geopolítica mundial.
Se llegó a decir, quizás con excesivo énfasis, que la historia de Brasil se dividía entre antes y después de Lula y Dilma, el extornero sindicalista y la exguerrillera llegada a la presidencia de la mano del primer mandatario obrero de este país.
El presidente Obama llegó a afirmar que Lula era el político “más popular del mundo” y hoy se dice que Dilma es la “segunda mujer más poderosa del planeta”.
La magia de los números llevó al mundo cifras envidiables de progreso: 30 millones de pobres que se sentaban al banquete de la clase media; un país sin desempleo; un crecimiento económico soñado en Europa; una fuerza de confianza mundial que hizo que se le otorgasen a Brasil, juntos, el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos.
Lula y Dilma eran como esos padres que se sienten orgullosos de ver a sus hijos salir de la penuria; ponerse la corbata para ingresar en la universidad; poder llevar un móvil en el bolsillo junto con las llaves de una moto y hasta de un coche.
Los hijos crecieron, llegaron a saber más cosas de la vida y de la política que sus padres, manejaban mejor que ellos todos los endiablados laberintos de la moderna tecnología de la información.
Y empezaron a hacer preguntas a sus padres. Y se permitieron hacérselas hasta escabrosas. Y lo que era peor, hasta a disentir de ellos. Llegaron hasta el extremo de reprocharles lo que aún no les habían dado o a echarles en cara que lo que habían recibido estaba averiado, que el juguete funcionaba mal.
Y lo peor fueron las preguntas impertinentes, como casi todas las que los hijos que crecen hacen a los padres. Lula había llegado a elogiar el sistema de salud de Brasil con una frase que hoy hubiese preferido olvidar. Dijo que había llegado "asi a la perfección", y añadió que en Brasil hasta daban ganas de enfermarse para poder disfrutar de un hospital.
Los hijos fueron un día a uno de esos hospitales y vieron que era mejor estar sanos.
Dilma y Lula se sintieron orgullosos ante el mundo cuando conquistaron para el país el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos. Y volcaron en sus preparación miles de millones de dólares. Y explicaron lo que esos acontecimientos traerían a Brasil de belleza, alegría y de masas de turistas.
Y los hijos que se subían, pagando caro, a un autobús público en las grandes urbes -a empujones, algunos intentando entrar por las ventanas, con peligro además de ser ellos asaltados y ellas violadas- en vez de alegrarse con los estadios de primer mundo, ingratos, empezaron a decir: “Podemos prescindir de la Copa, pero no de transportes, escuelas y hospitales dignos”.
Todas estas cosas y muchas más que aparecían en las manifestaciones y protestas callejeras, algunas amenazadoras, como “no nos representáis”, debieron ser examinadas por Dilma y Lula, mientras el dolar subía y la Bolsa bajaba.
Ha habido hijos tan desagradecidos que han llegado a pedir a través de Internet la salida de Dilma de la presidencia. Más de 140.000 habían firmado para ello hasta esta mañana. Es como si el hijo, que ha crecido y se ha rebelado, pidiera que los padres salieran de casa. Injusto.
No sé si sabremos lo que Dilma y Lula habrán decidido hacer y decir al hijo que se les ha rebelado y prefiere vivir en la pospolítica. Al hijo que para protestar y actuar en la sociedad ya no necesita afiliarse al partido o al sindicato del padre, o ser llevado de la mano por él a manifestarse en las calles contra el patrón.
Lo sabe ya hacer solo y con mayor libertad. “No necesitamos ser de un partido para indignarnos y protestar”, se leía esta mañana en Facebook.
En São Paulo, un sondeo reveló que el 80% de los 65.000 que salieron a la calle no era de ningún partido.
Dilma ya ha dicho hoy: “Mi gobierno está atento a esas voces por el cambio y está comprometido con la justicia social”. Y añadió: “esas voces necesitan ser oídas”.
También los padres, cuando conversan sobre los hijos que se rebelan y protestan, suelen decirse entre ellos: “Tenemos que escucharles”.
Sin duda Dilma y Lula habrán salido del encuentro con esa voluntad de escuchar, de dialogar con los hijos rebeldes. El miedo de muchos es que quizás esos hijos no quieran ya hablar con ellos. Puede que prefieran que les dejen a ellos hablar por su cuenta.
Es un momento difícil y al mismo tiempo apasionante el que está viviendo Brasil. En los aspectos positivos que pueda entrañar la protesta, que ya abraza casi al país entero, podría servir a los países hermanos del continente.
Solo las aguas paradas acaban pudriéndose. Solo las familias en las que parece que reina una calma chicha suelen surgir las mayores tragedias.
Mejor gritar, dicen los psicólogos, que tragarse la rabia.
De gritos y rabias, están llenas las biografías de Lula y Dilma.
Nadie mejor que ellos para guiar a esos hijos rebeldes hacia un crecimiento político que tenga en cuenta que hoy el mundo es otro del que ellos vivieron; que la política no puede hacerse como ellos la hicieron aunque fuese con sudor y sangre, y que los hijos quieren ser protagonistas de lo que nace más que sepultureros de lo que ya ha muerto.
Y en cuanto a la pretensión peligrosa de algunos de echar a los padres de casa por la fuerza, por mucho que cambie hoy la política, en democracia, existe un solo modo legítimo de hacerlo, que es el voto libre.
El año que viene los brasileños irán a las urnas.
En el secreto de conciencia del voto podrán resolver sus conflictos. Y que sean también ellos leales con la ética política.
Ayer alguien hizo esta pregunta escabrosa, esta vez a los manifestantes: “¿Por qué los que gritan contra los políticos corruptos acaban después votándoles en las urnas?”.
Sería una buena pancarta para enarbolarla en las próximas marchas callejeras.
El mundo creyó en el despertar del gigante americano, cada día con más fuerza dentro del continente y más integrado en la geopolítica mundial.
Se llegó a decir, quizás con excesivo énfasis, que la historia de Brasil se dividía entre antes y después de Lula y Dilma, el extornero sindicalista y la exguerrillera llegada a la presidencia de la mano del primer mandatario obrero de este país.
El presidente Obama llegó a afirmar que Lula era el político “más popular del mundo” y hoy se dice que Dilma es la “segunda mujer más poderosa del planeta”.
La magia de los números llevó al mundo cifras envidiables de progreso: 30 millones de pobres que se sentaban al banquete de la clase media; un país sin desempleo; un crecimiento económico soñado en Europa; una fuerza de confianza mundial que hizo que se le otorgasen a Brasil, juntos, el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos.
Lula y Dilma eran como esos padres que se sienten orgullosos de ver a sus hijos salir de la penuria; ponerse la corbata para ingresar en la universidad; poder llevar un móvil en el bolsillo junto con las llaves de una moto y hasta de un coche.
Los hijos crecieron, llegaron a saber más cosas de la vida y de la política que sus padres, manejaban mejor que ellos todos los endiablados laberintos de la moderna tecnología de la información.
Y empezaron a hacer preguntas a sus padres. Y se permitieron hacérselas hasta escabrosas. Y lo que era peor, hasta a disentir de ellos. Llegaron hasta el extremo de reprocharles lo que aún no les habían dado o a echarles en cara que lo que habían recibido estaba averiado, que el juguete funcionaba mal.
Y lo peor fueron las preguntas impertinentes, como casi todas las que los hijos que crecen hacen a los padres. Lula había llegado a elogiar el sistema de salud de Brasil con una frase que hoy hubiese preferido olvidar. Dijo que había llegado "asi a la perfección", y añadió que en Brasil hasta daban ganas de enfermarse para poder disfrutar de un hospital.
Los hijos fueron un día a uno de esos hospitales y vieron que era mejor estar sanos.
Dilma y Lula se sintieron orgullosos ante el mundo cuando conquistaron para el país el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos. Y volcaron en sus preparación miles de millones de dólares. Y explicaron lo que esos acontecimientos traerían a Brasil de belleza, alegría y de masas de turistas.
Y los hijos que se subían, pagando caro, a un autobús público en las grandes urbes -a empujones, algunos intentando entrar por las ventanas, con peligro además de ser ellos asaltados y ellas violadas- en vez de alegrarse con los estadios de primer mundo, ingratos, empezaron a decir: “Podemos prescindir de la Copa, pero no de transportes, escuelas y hospitales dignos”.
Todas estas cosas y muchas más que aparecían en las manifestaciones y protestas callejeras, algunas amenazadoras, como “no nos representáis”, debieron ser examinadas por Dilma y Lula, mientras el dolar subía y la Bolsa bajaba.
Ha habido hijos tan desagradecidos que han llegado a pedir a través de Internet la salida de Dilma de la presidencia. Más de 140.000 habían firmado para ello hasta esta mañana. Es como si el hijo, que ha crecido y se ha rebelado, pidiera que los padres salieran de casa. Injusto.
No sé si sabremos lo que Dilma y Lula habrán decidido hacer y decir al hijo que se les ha rebelado y prefiere vivir en la pospolítica. Al hijo que para protestar y actuar en la sociedad ya no necesita afiliarse al partido o al sindicato del padre, o ser llevado de la mano por él a manifestarse en las calles contra el patrón.
Lo sabe ya hacer solo y con mayor libertad. “No necesitamos ser de un partido para indignarnos y protestar”, se leía esta mañana en Facebook.
En São Paulo, un sondeo reveló que el 80% de los 65.000 que salieron a la calle no era de ningún partido.
Dilma ya ha dicho hoy: “Mi gobierno está atento a esas voces por el cambio y está comprometido con la justicia social”. Y añadió: “esas voces necesitan ser oídas”.
También los padres, cuando conversan sobre los hijos que se rebelan y protestan, suelen decirse entre ellos: “Tenemos que escucharles”.
Sin duda Dilma y Lula habrán salido del encuentro con esa voluntad de escuchar, de dialogar con los hijos rebeldes. El miedo de muchos es que quizás esos hijos no quieran ya hablar con ellos. Puede que prefieran que les dejen a ellos hablar por su cuenta.
Es un momento difícil y al mismo tiempo apasionante el que está viviendo Brasil. En los aspectos positivos que pueda entrañar la protesta, que ya abraza casi al país entero, podría servir a los países hermanos del continente.
Solo las aguas paradas acaban pudriéndose. Solo las familias en las que parece que reina una calma chicha suelen surgir las mayores tragedias.
Mejor gritar, dicen los psicólogos, que tragarse la rabia.
De gritos y rabias, están llenas las biografías de Lula y Dilma.
Nadie mejor que ellos para guiar a esos hijos rebeldes hacia un crecimiento político que tenga en cuenta que hoy el mundo es otro del que ellos vivieron; que la política no puede hacerse como ellos la hicieron aunque fuese con sudor y sangre, y que los hijos quieren ser protagonistas de lo que nace más que sepultureros de lo que ya ha muerto.
Y en cuanto a la pretensión peligrosa de algunos de echar a los padres de casa por la fuerza, por mucho que cambie hoy la política, en democracia, existe un solo modo legítimo de hacerlo, que es el voto libre.
El año que viene los brasileños irán a las urnas.
En el secreto de conciencia del voto podrán resolver sus conflictos. Y que sean también ellos leales con la ética política.
Ayer alguien hizo esta pregunta escabrosa, esta vez a los manifestantes: “¿Por qué los que gritan contra los políticos corruptos acaban después votándoles en las urnas?”.
Sería una buena pancarta para enarbolarla en las próximas marchas callejeras.
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