Juan Marsé: “Este sigue siendo un país inculto”
En el París de los años sesenta se fue diluyendo su militancia comunista y nació la novela que le dio la fama. Con los 80 cumplidos, el escritor recuerda los veranos de su niñez en Tarragona y a los amigos desaparecidos
Hoy lamenta que no haya una democracia consolidada y que la Iglesia “mande de nuevo” como con Franco.
Antes de despedirnos, en la puerta de su casa, este Juan Marsé
que ya tiene 80 años es de pronto Juanito otra vez. Aquel muchacho
regresa a su mirada pícara de adolescente que aspira a ser el escritor
que fue desde que empezó a publicar y halló la fama con Últimas tardes con Teresa.
Juan Marsé (Barcelona, 8 de enero de 1933), escritor. Referente de la
narrativa española del siglo XX, ‘Últimas tardes con Teresa’ (1966) le
lanzó a la fama.
Esa mirada incluye picardía e
inocencia en dosis parecidas; acaso ahora, que se cuida más porque la
salud le manda postales que no le gustan, tiene en ese rostro rayado por
el tiempo una serenidad que le confiere además el aire de un actor
veterano que pugna por ser a la vez el joven Marlon Brando y el viejo
Spencer Tracy.
En esas dosis aparece el niño,
también, el que se bañaba desnudo con los compañeros de juegos entre los
almendros y los algarrobos en los veranos de Tarragona. Y el niño
surge, en la mirada y en las manos, cuando acabamos de conversar. El
correo le ha traído parte de un juguete. Su mujer, Joaquina, le entrega
el envío que está esperando. Se trata de una pieza de un automóvil que
monta a medida que las piezas le van llegando. Cuando lo acabe, el coche
será para su tercer nieto, Sami, de origen bereber, que aún no tiene
dos años y que ha sido adoptado por su hijo Sascha. Este tiene otros dos
hijos. La otra hija de Juan (y de Joaquina), la escritora Berta Marsé,
tiene ya a Guille, de 13 años.
El escritor sin el cual es imposible escribir la historia de la literatura española del siglo XX,
y sin cuyo concurso sería inútil hablar de Barcelona, dice desde la
puerta que él ya no es lo que era, que el tiempo le está pasando
factura. Esa mirada resplandece como si de pronto lo mejor de su vida
alisara las arrugas de su rostro. Por ese chico, por Juanito, le
pregunté nada más llegar a su casa.
A veces le vienen estas
imágenes. En los trigales, en los campos de almendros y de algarrobos de
la tierra de sus abuelos. “Una pandilla de chavales del pueblo
corriendo para ir a bañarnos en pelotas en una balsa de regadío en pleno
verano”. O, después del baño, aquellos muchachos partiendo una sandía.
Como en sus relatos o en sus novelas, Marsé cuenta como si a la vez te
regalara postales en las que están los colores de lo que vio. Cuenta
para que veas, no solo para que oigas. Así que en seguida que acaban los
colores de la sandía y los algarrobos del Baix Penedès y recorre la
Barcelona de aquel tiempo, los años cuarenta, ves en lo que dice una
ciudad gris y triste en la que parece que nunca se posaba la alegría del
verano. Los chavales jugando en la calle, eso era Barcelona, pero la
ciudad estaba triste.
Nació en enero de 1933;
su madre murió en seguida, y su padre lo dio en adopción. Una mujer
había tenido un bebé muerto y ya no podía tener descendencia. Ella y su
marido salían del médico, comentando entre sollozos la tragedia. El
padre de Juan, taxista, los llevaba en el coche, y les dijo: “Perdí a mi
esposa y tengo un niño de días”. Ella le sugirió: “¿Y por qué no lo
adoptamos?”. Así fue Juanito a parar a quienes ya serían sus padres para
siempre. Es posible que haya zonas de ese argumento que no ocurrieran
tal cual en la realidad, pero, me dijo una vez, “siempre he estado a
favor de esa historia; me gusta porque parece sacada de una novela de
Dickens”.
Entreverado, ese episodio
marca muchas partes de la ficción de Marsé; de hecho, a veces sus
novelas parecen pedazos del tiempo que vivió, siempre alrededor de los
mismos barrios de Barcelona, el Guinardó, el Carmelo. Aquel chico empezó
a trabajar a los 13 años, en un taller de joyería. Cuando conoció a Carlos Barral y a Josep Maria Castellet
en Seix Barral, ya le había picado el mosquito de la literatura, y le
dijeron que se fuera a París. “A airearme un poco”. Era el obrero del
grupo, le convenía adiestrarse. “La bolsa de viaje me dio para un mes;
me pateé París, comí por aquí y por allí, me compré libros”. Regresó con
otra picadura, la de París, y allí volvió, sin dinero ni trabajo.
Subsistió, entre otras cosas, dando clases de español a un grupo de
muchachas. “Entre ellas estaba Teresa Casadesús, la hija del pianista
Robert Casadesús, de origen catalán y muy prestigioso en París”. Les
daba clases de conversación, y esa conversación con Teresa es el rumor
que hay detrás de su novela decisiva, Últimas tardes con Teresa.
Se fue huyendo del color gris,
pero deseó volver para escribir esa novela que surgió junto a Teresa.
“Entonces París tenía ese prestigio cultural y bohemio”. Eso se ha ido
diluyendo. Ese tiempo marcó a Marsé y, sobre todo, señaló su camino
central en la narrativa española. Últimas tardes con Teresa
nació hablando. Teresa y las otras chicas le pedían que les hablara de
Barcelona, “y de mis barrios”. Esas muchachas pertenecían a una
burguesía francesa muy bien situada. “Tenían una idea un poco mítica de
ciertas barriadas de Barcelona, me preguntaban mucho por el Barrio Chino
y ya habían leído algunas cosas. Una de ellas había leído a Jean Genet,
por ejemplo, y me di cuenta de que cuanto más hablaba del Barrio Chino o
del Carmelo, más les gustaba”.
De la nostalgia del arrabal que
expresaba Teresa nació el personaje. “La apliqué a una joven
universitaria progresista y romántica que también confunde a un simple
delincuente con un miembro del partido comunista”. Como Teresa, el
partido, al que perteneció Juan, “veía conspiraciones por todas partes”,
a partir de las cuales se creó la fantasía de que era posible una
huelga general. En ese caldo se cuece la novela. Y en aquella fantasía
que veía desde París una España que no existía se desarrollaban las
reuniones del PCE en el exilio.
Esas reuniones se celebraban en casa de Jorge Semprún.
Ya él había vuelto de su largo viaje español, en cuyo transcurso fue el
clandestino Federico Sánchez. Aquellas reuniones eran o aburridas o
desfasadas; alguna vez el PCE le hizo encargos delicados a Marsé, tareas
que él desoyó porque entonces ya le sublevaba más la historia de Teresa
que las obligaciones de una militancia que se fue diluyendo. Pero en
ese tiempo sí aceptó escribir un texto sobre Andalucía para Ruedo Ibérico. Lo escribió, y se perdió. No existe. “Ni Carmen Balcells ha podido conseguir el original”.
Lo adoptaron Barral, Castellet,
Jaime Gil de Biedma… Entonces la amistad era como el largo verano de
aquella gente, y Juan era Juanito para todos ellos. Juan García
Hortelano, Ángel González, Caballero Bonald, Alfonso Grosso, Antonio
Ferres… “Salíamos por la noche, sobre todo con Jaime Gil, de golfería,
de copas; como él decía, ‘en busca de la felicidad”. El largo verano de
la literatura, y después la decadencia, las muertes prematuras, el
tiempo de las insistentes despedidas. No ocurrió abruptamente. “Fue poco
a poco. Jaime dijo, mucho antes de morir, que ya no tenía más que decir. Lo de Carlos empezó cuando perdió Seix Barral;
creó Barral Editores, pero ya nunca fue lo mismo que en aquella época
en la que estuvo con Jaime Salinas, Gabriel Ferrater y aquel fantástico
consejo de lectura en el que estuvieron también Juan y José Agustín
Goytisolo… Nos seguíamos viendo Carlos y yo los veranos en Calafell,
pero vi su paulatina desaparición, todos fueron yéndose”.
–Su generación ha vivido tres
etapas. La oscura, el franquismo; los sesenta y los setenta, la
claridad, el verano; luego los ochenta, la ilusión de vivir en
democracia. Y ahora parece que todo se oscurece de nuevo.
–Sí, pero es porque esa
democracia que vivimos no ha estado nunca consolidada. Es frágil, y esa
fragilidad ha conducido a un movimiento de retroceso, y no solo en el
manejo de la economía. Es que este país sigue siendo inculto, un país que no lee. Se edita mucho, pero uno de cada tres españoles no lee un libro en su vida. Absolutamente insólito.
La Transición parecía abrir un
camino, pero se emborronó. “Había que pactar mucho, para que no se
produjera una hecatombe. Soy de los que piensan que hubiera hecho falta
una segunda etapa de la Transición. Porque no se resolvió la relación
con la Iglesia católica, que ahora manda de nuevo como antes de que se
muriera Franco. Mira los telediarios, y mira tu periódico, ¡15 páginas
al Papa!… Y para redondear todo esto, ni la Iglesia ha pedido perdón por
levantar el brazo ante el Caudillo, por llevarlo bajo palio y por
apoyar la cruzada, ni la derecha de este país ha renunciado a sus
privilegios”.
El primer juguete de Marsé
fue un camioncito de madera. “Muy tosco, áspero, con la madera sin
pulir, con unos colores muy primarios. Cada año, una amiga de mi madre
me regalaba el mismo juego de bolos, pintaditos de rojo, también muy
toscos y baratillos, pobre mujer”. El mismo juego de bolos siempre.
Sobre aquella Barcelona de Juanito caían los bombardeos de la guerra.
Él recuerda ese zumbido como si fuera ahora. Una explosión enorme
cuando una de esas bombas cayó sobre dinamita. “No, no recuerdo haber
tenido miedo. De las bombas recuerdo una que cayó cuando ya había
oscurecido; produjo grandes resplandores, y mi padre abrió el balcón.
Años después nos explicó que lo había hecho por si estallaban los
cristales y nos caían encima. Pero de aquel momento sí recuerdo que me
dijo: ‘Tírate al suelo y abre la boca’, en catalán, claro. ¿Para qué?
‘Por la onda expansiva’, me dijo”.
¿Y en la vida, después, tuvo
miedo? “Cuando mi hijo Sascha, que tenía 10 años, se fue al mar con un
patín a vela. Lo vimos lejos, haciendo señas; se hundía. Nadé hacia él,
lo atraje a la orilla”. El cansancio fue también miedo, ahí estaba Juan
mascando lo que pudo haber sido una tragedia. Sascha ahora ha adoptado
al niño para quien el abuelo Juan está armando este juguete cuyas partes
le llegan cada cierto tiempo por correo. Aquí llega una pieza, en el
paquete que le entrega Joaquina. “Supongo que hacer estas cosas me viene
de cuando trabajé de joyero siendo un chiquillo”. Es quizá el tiempo
que le vuelve a la cara cuando dice adiós desde la puerta y mezcla en su
rostro todos los Juanes que hasta ahora ha sido Juan Marsé. Este que
dice adiós, en fin, es Juanito Marsé.
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