Viena no fue la primera ciudad europea en tener locales donde el café era la bebida reina, la antigua capital imperial ha sabido mantener durante más de tres siglos una forma de entender la vida que encandila por igual a locales y turistas.
La aparición de los locales se da a finales del siglo XVIII. La leyenda sitúa su origen en los sacos de café abandonados por los turcos tras fracasar su asedio a Viena en 1683.
La verdad es menos romántica y le atribuyen a un sitio llamado Spion Deodato la apertura del primer café, aunque sigue sin estar clara la identidad del genio que decidió mezclar la amarga infusión con leche y azúcar.
Una ceremonia
Uno entra en una wiener kaffeehaus (literalmente, casa de café) y se acomoda en un asiento, más confortable que el de muchas viviendas. Consulta una carta con gran variedad de tipos de café. Un camarero elegante se acerca. Altivo pero educado. Se hace el pedido. Y de pronto el tiempo se para.
En un café vienés ningún mesero se atreverá a apresurarte para que ordenes otro café, así lleves una hora.
"El hecho de beberlo es una excusa para algo más importante que ese momento de comodidad", cuenta la responsable del Café Museum, un local con 110 años de historia y recién remodelado.
Refiriéndose al Café Central, otro de los más genuinos de Viena, el escritor Aldred Polgar dijo que es "un apropiado asilo para personas que han de matar al tiempo para que no les mate a ellos".
Intelectualidad y café siempre han estado unidos. Así, Sigmund Freud fue cliente del Landtmann, donde conoció a Anna von Lieben, su famosa paciente Cäcilie M, esencial en sus estudios sobre el sicoanálisis.
Hablando sobre la posibilidad de una revolución en Rusia, un político austríaco planteó: "¿Quién se supone que la va a hacer. Quizás el señor Bronstein desde el Café Central?", en referencia a Leon Troski, exiliado en Viena y habitual de las partidas de ajedrez por las que ese local era conocido.
Incluso Adolf Hitler fue asiduo del café. En la época en la que aún no había cambiado el pincel por el fusil y aún soñaba con ser artista, el futuro führer frecuentaba el Café Sperl, muy cerca de la Academia de Bellas Artes.
Tras crisis que sufrieron los cafés en los 70, en los últimos años han vuelto a ponerse de moda.
El café vienés no sería lo mismo sin sus estirados y profesionales camareros. Para referirse a ellos existe una palabra especial, el ober, que señala una clara diferencia de rango respecto al resto de camareros.
El buen sabor
La responsable del Café Mozart, el más antiguo de la ciudad, explica que esa vinculación con el café es tal que incluso cuando un huésped habitual enferma no es raro que algún familiar le llame para advertirle de que va a estar unos días sin acudir al local.
Pero si la comodidad, el tiempo y la elegancia son el alma del wiener kaffeehaus, el café, el buen café, es lo que da cuerpo y prestigio a un local.
En el Museum, por ejemplo, hay 20 variedades distintas. Para el extranjero, acostumbrado al reducido espectro de "solo o con leche", la oferta puede resultarle abrumadora.
Hay para todos los gustos: desde los imprescindibles cappuccino o melange, al rotundo café turco, el latte, el Maria Theresia (con licor de naranja) el Mozart (con almendra) y el Franz Landtmann (con brandy y canela).
Eso sí, la comodidad, el lujo y el tiempo se pagan: un melange puede rondar los cuatro euros en cualquier café que se precie de su nombre; un elevado precio, que no garantiza la supervivencia de estos establecimientos.
Aparte de la amenazas del café a un euro de algunas cadenas de comida rápida y la moda del "para llevar", el café vienés también tiene un enemigo en casa: la falta de evolución. Muchos locales no se han renovado desde la primera Guerra Mundial. En muchos parece que el tiempo se ha detenido.
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