Este es el último invierno en el que los clientes de La Casita Blanca se perderán entre sus cálidas sábanas. Desaparece la que para muchos amigos ha sido casi una segunda residencia. Porque, a pesar de su concurrencia, pocos se atreverían a manifestarse para que se mantuviera en pie este abrevadero, emblema de la discreción, del que hablaba Serrat en una canción homenaje.
Sea como fuere, a La Casita Blanca del barrio de Gràcia no le queda ni una sola primavera. En marzo de 2011 se prevé que sus puertas se cierren para siempre tras un siglo de vida y se vengan abajo las miles de historias que entrañan en silencio sus 43 habitaciones. Adiós, pues, a los secretos, a las excusas, a las tapaderas, al amor furtivo y al sexo a y con discreción.
Porque si de algo pueden estar convencidos los barceloneses es de que no existe otro lugar igual donde dar rienda suelta a sus deseos con la seguridad de no ser descubiertos y, además, hacerlo en un ambiente tan encantadoramente 'kitsch'.
Ceniceros a espuertas para el cigarrillo de después
Demodé, pero siempre íntimo, en subidos tonos rojos combinados con madera. Un aire rococó que completan traviesos espejos a lado y lado, arriba y abajo, corazones incluso en la entrada de alguna habitación, lámparas modernistas bañadas en oro y un sinfín de ceniceros que confirman uno de los tópicos más extendidos en materia de sexo: el cigarrillo de después.
Sin embargo, quien camina por la zona -junto a Plaza Lesseps- y no conoce el edificio, no se fijaría en él por su barroquismo, precisamente. La fachada de La Casita Blanca responde a los dictados del silencio y se mueve en una sobriedad de principios de siglo -XX, claro- que también ha quedado obsoleta en un barrio siempre en reformas.
'Amenities' con sello. | Quique García
Entrar al 'meublé' es toda una aventura que antes satisfacía los anhelos de confidencialidad de los infieles o los conocidos visitantes. Sin embargo, ahora también llena de morbo a los más jóvenes, sorprendidos primero por las cortinas naranjas que resguardan los coches en el aparcamiento y después por las misteriosas indicaciones que se les dan a la entrada.
En La Casita Blanca es imposible encontrarse con otros huéspedes por los pasillos ya que antes de desalojar la habitación se debe avisar a recepción. De hecho, cuando alguien recorre sus pasillos, que parecen sacados de Hogwarts, una luz roja indica que nadie más debería pasar por allí.
Otra de las medidas de seguridad que pueden chocar en los tiempos que corren -aunque resulta totalmente coherente con la máxima de la casa- es que no se acepta el pago con tarjeta de crédito, algo que agradecen fervientemente los que no quieren dejar rastro de su apasionada estancia.
Así, más allá de la inscripción 'CB' que decora jabones, geles e incluso ejerce de cabecera en una fuente multicolor, la discreción es casi más marca de la casa que su propio nombre, incluso hoy en día en que los besos no tienen que ser necesariamente escondidos.
La Casita Blanca, que ha sido y es el oasis de los sedientos, pero sobre todo el paraíso de sutiles luces carmesí de los que no quieren ser juzgados, se convertirá en breve en una historia más que contar sobre Barcelona. Sobre la ciudad en su versión erótica que parecía resurgir con la reapertura del Molino y que se queda coja sin la presencia de su clásico 'meublé'.
En su lugar, un espacio verde
En su lugar, una vez derruidas las paredes vestidas de anécdotas y de terciopelo, se creará un espacio verde que forma parte de la reconversión de la zona, afectada por la modificación de un plan municipal que amenazaba con cerrar el 'meublé' desde 2002.
La Casita Blanca lleva desde entonces alargando su despedida sin perder clientela. Ahora que se atenuan las luces hasta apagarse definitivamente, los clientes juegan una vez más entre sus espejos a ver quién es el último en salir de ese acogedor hogar de muchos. Se aviene sin remedio el final del sexo desapercibido de la Barcelona más caliente.
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