Mi padre compró durante casi todos los años de su vida el mismo número de la lotería. Un hombre chaparro y contrahecho que arrastraba dificultosamente su pierna derecha, como la momia clásica del viejo cine, recorría ritualmente todos los viernes los pasillos de su lugar de trabajo ofreciendo enteros y pedacitos.
Nunca sacó algo más allá de un reintegro. La ceremonia era minúscula: al atardecer, después de la comida, yo miraba en su cuarto, sobre su buró, el trocito de papel que esperaba el momento de los niños gritones cantaleteando cada número afortunado. Por la noche, después del sorteo, el papelito yacía en el fondo del cesto de basura, convertido en trizas de frustración. Nunca lo escuché decir que no volvería a comprar jamás un billete. Cada viernes volvía a lo mismo.
Cuando mi vida se hizo independiente, mis vecinos del piso bajo en el horrendo edificio donde vivía tenían tres razones para gritar durante toda la noche. O se enfrascaban en escandalosas disputas por celos mutuos que terminaban en violentas golpizas, o se reconciliaban en medio de grandes y ruidosas manifestaciones de amor carnal.
La otra razón frecuente para festejar entre aullidos y saltos era la lotería. Casi una vez por mes los hados que hermanaban el azar con la fortuna llamaban a su puerta con un billete premiado. Chico o grande el monto del premio les daba para comprar un auto usado, para escaparse a Acapulco, para irse de compras. El vecindario entero los odiaba por sus riñas y sus reconciliaciones frecuentes, pero los envidiaba por su buena suerte.
Yo por mi parte, siguiendo el camino trazado por mi padre, comencé a comprar uno o dos pedacitos de esperanza cada viernes. Como mi padre, no obtuve nunca premio alguno. Al igual que muchos mexicanos, empecé a dudar de la honestidad que amparaba las incumplidas promesas de la lotería. Jamás volví a comprar billetes ni chicos ni grandes. Digamos que perdí la fe y algo de dinero también.
En cambio en España, donde la Lotería de Navidad es uno de los eventos más esperados cada año, la fortuna cayó de golpe entre un montón de necesitados. Tan honesta fue la cosa que hubo incluso quienes ni siquiera sabían que tenían billete para participar en el sorteo. Hubo, en efecto, un alcalde en una pequeña población española que compró con fondos públicos uno de los números afortunados y repartió los beneficios entre los sorprendidos pobladores.
Veo en la televisión un reportaje espléndido que armó de inmediato Televisión Española, después del sorteo, y me pongo verde de la envidia. Todo el mundo festeja con botellas de vino y champaña en la mano, ríen, cantan y bailan, aun quienes no compraron billete. Amigos, parientes, vecinos de los ganadores. Le preguntan a una mujer madura cuánto ha ganado. Responde con la voz entrecortada: “50 millones”.
A las puertas de un expendio de billetes, alguien recuerda que uno de los números premiados ha ganado al derecho y al revés. Increíble. En realidad, son increíbles casi todas las historias que relataron entre saltos y buches de vino los nuevos ricos. Absurdas, imposibles.
En tono grave, un muchacho cuenta en una localidad española cómo ahora ha ganado un premio grande un chico, cuyo hermano gemelo lo ganó el año pasado. Otro sujeto, un padre joven, es interrogado sobre las razones que lo hicieron elegir un número de tres dígitos que salió premiado. “No lo elegí yo, sino mi hijo de tres años”, responde en medio de la euforia.
Un grupo de empleados madrileños contrató los servicios de una adivinadora profesional para obtener un número premiado. Por si las dudas, dispusieron un altar poblado de imágenes de vírgenes y santos. La médium resultó muy eficiente. Las vírgenes y los santos también. Les ayudaron a hacerse millonarios de la noche a la mañana con un número tan marcado por la suerte que hasta el niño gritón del sorteo dijo que sabía que era uno de los ganadores.
A una mujer que en su seriedad no dejaba de festejar le preguntaron sobre su profesión. Dijo que era empleada, que no estaba en su trabajo porque la acababan de operar y los médicos le habían ordenado reposo. Pero saltó de la cama y salió a festejar. “Ahora ya estoy recuperada”, gritaba, como si hablara de un milagro.
Fanáticos del futbol, los españoles buscaron desde muchos días antes una señal divina en un número que no podía perder, aquel que marcaba la fecha del próximo encuentro entre el Real Madrid y el Barcelona.
Cegados por la pasión y la superstición, no ganaron nada, lo mismo que los propietarios de un expendio en Murcia, que devolvieron el número ganador por falta de ventas. En cambio, un hombre que recién había sido despedido de su empleo se metió a la bolsa de inmediato una millonada.
También superó la desgracia del desempleo un grupo de vecinos de un próspero empresario que acostumbra regalar en estas fechas 50 billetes de lotería a familiares y desempleados. Otros afortunados fueron los pícaros que compraron el número que ya es conocido en toda España como el más erótico por partida doble: el 69069.
Por si fuera poco, los esperanzados apostadores acuden cada año al salón de sorteos portando los más estrafalarios disfraces. Temblando de emoción, muertos de miedo y risa, con sus bebidas a la mano, disfrutan cada momento de la fiesta en la que invocan a la fortuna. Ahí sí la cosa es derecha.
Y esa bola de alegres locos festivos se lo merece porque viven en un país en plena crisis y que padece una de las mayores tasas de desempleo en toda Europa. De mucho les habrán de servir los 3 mil 16 millones de dólares que se repartieron, el monto más grande que se juega en la lotería en todo el mundo. Qué suerte.
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