er el mal donde no está no es lo mismo que no ver el mal en donde está, pero lo que yo veía sobre el hombro de una mujer inclinada sobre una hoja de papel ante una mesa era la frase Bienvenida a la vida”, que continuaba con otra que no alcanzaba a leer pero que hacía énfasis en la primera, y que en otras palabras decía “Esta es la realidad”.
Me las repetía en silencio al entrar al salón de música del internado en el que estudié y atravesar el pasillo central entre las 100 butacas, vacías, y al fondo subir los peldaños del foro de duelas de madera en dirección al piano de cola en el extremo derecho, con el teclado descubierto.
A unos pasos, en una silla vieja, con brazos, de respaldo curvo y calado y de patas con ruedas, como de oficina antigua, me veía a los seis años, vestida de fiesta, con los pies colgando, calzados con un par de zapatos de traba y de punta redondeada pintados de blanco la víspera y cuyo betún todavía desprendía el olor que yo detestaba.
Al verme, recordéé lo ridícula que me sentía, a la expectativa del resultado del examen final que me esperaba, frente a una pareja sentada en una banca contra la ventana, la espalda hacia delante, el par de manos de cada uno entrelazado sobre la rodilla de la pierna cruzada.
Eran los papás de la estudiante de piano, un hombre de traje café, camisa blanca y corbata ancha y oscura, y una mujer de abrigo verde, bolsa alargada sostenida bajo la axila, y con un sombrero de fieltro color oscuro, con una pluma de ave sujeta a la cinta que rodeaba la llamada corona de la prenda, y que era de un azul tan brillante que chocaba.
Andarían en sus cuarentas y parecían de los cuarentas. Veían la escena con azoro, como quien ha viajado en tren de una población perdida y distante y ve un piano por primera vez. No parecía llamarles la atención que su hija no se encontrara al alcance del instrumento musical que supuestamente habría de tocar en la gran ciudad y en su presencia, a manera de una demostración de su aprendizaje lejos de casa, sino en medio del escenario, debajo de un foco que pendía de un cable encima de su cabeza, igual a los que cuelgan del techo de una comisaría durante el interrogatorio a un acusado.
No nos reconocimos, ni ellos a mí, ni yo a ellos. Después de todo, mi papel no era reconocerlos a ellos, sino acercarme al piano y colocar mis manos sobre el teclado y, según sobre el hombro me infundía hacer, y hasta con un gesto aunque deliberadamente leve en los brazos, tocar las escalas con energía, que era lo que me faltaba. Energía al ejecutar.
Estaba por alzar las manos y empezar cuando me arrebataba el puesto otra mujer, que había irrumpido tan sorpresivamente en escena que ni siquiera la sentí. No era profesora de música. Me constaba que no sabía nada de la materia, ni teoría ni práctica. “¿Cómo se atreve?”, me pregunté en silencio.
Pero me irritaba más, mucho más, que yo cediera, pues en lugar de defender mi tarea, me apartaba del piano, daba dos pasos hacia atrás, me excluía a mí misma de mi propia misión, boquiabierta, más espantada que la pareja de forajidos que observaban sin saber si lo que presenciaban estaba bien o mal.
Él bajaba finalmente los peldaños y yo lo esperaba al pie. Oía el suspiro de resignación que escapaba de su pecho por la nariz. “Estamos perdidos”, habría podido murmurar. Habíamos sido descubiertos y no había nada más que hacer. Lo seguiríamos los demás, hacia la puerta y la calle. En la banqueta nos esperaban de pie los guardias armados y el camión. Del otro lado del vidrio de las ventanillas enrejadas nos aguardaba la expresión sin sonrisa de quienes habían sido descubiertos antes y proscritos.
A mí me habría gustado bajar de la mano de mi papá y hacer frente con él al destino. Pero reconocía y aceptaba su papel de responsable y esperé mi turno, que él me designó.
Le habíamos acondicionado una cama de sillas a mi mamá. Me había chocado que en nuestra huída, entre refugiados desolados y anónimos, ella hubiera pensado ponerse un vestido de fiesta, aun manchado por la humedad. Era un cuarto de paso, un único perchero de alambre, entre el polvo y el desorden del desconcierto.
No me llamo Ana Frank y nada de esto me sucedió a mí más que en un sueño. Pero cuando desperté y a garabatos lo anoté en mi diario, sabía que ésta era la realidad y que, si no ahora, cuándo me iba yo a dar la bienvenida a la vida, tan similar.
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