Hace 20 años, Avigdor Lieberman trabajó como portero de discoteca. Hace 10 años, fue condenado por pegar a un niño. Ahora es ministro de Asuntos Exteriores de Israel. No digo que todo lo anterior esté necesariamente relacionado entre sí.
En cualquier caso, se puede afirmar que el jefe de la diplomacia israelí es muy poco diplomático: consiguió enfurecer a su colega estadounidense, Hillary Clinton, la primera vez que se vieron; el cabreo de Clinton debió ser importante, porque no han vuelto a encontrarse.
Lieberman, nacido en Moldavia (antigua Unión Soviética) y emigrado a Israel en 1978, militó en el Likud de Begin, Shamir, Sharon y Netanyahu, pero en 1999 fundó Yishrael Beitenu (Israel es Nuestra Casa), un partido más o menos ultranacionalista cuyo programa acaba consistiendo en las ocurrencias del propio Lieberman.
Su base electoral son los inmigrantes rusos y no ha dejado de crecer desde que nació: ahora constituye la tercera fuerza de la Knesset, por detrás de Kadima y Likud y por delante de los laboristas.
Nuestro hombre arrastra varias investigaciones por corrupción y una por abuso de confianza. Él dice que son conspiraciones de la policía. Suele ser acusado de racismo y es cierto que, como la mayoría de los judíos procedentes de Rusia, no muestra la menor simpatía hacia los árabes.
También se le acusa de desbordar por la derecha a la ultraderecha, aunque su especialidad consiste más bien en la demagogia: sabe cómo es su público y asume la función de decir en voz alta lo que muchísimos israelíes piensan pero no se atreven a decir.
Conviene escucharle. Los buenos demagogos son un excelente termómetro de la temperatura social. Además, su desinterés hacia los matices le hace reflejar mejor que nadie el funcionamiento del Gobierno al que pertenece.
Acaba de decir, por ejemplo, que el Gobierno carece de política exterior: “Dada la realidad de la actual situación política y de la actual coalición, no es posible disponer de una política que sea aceptada por todos; si presentáramos un programa político, la coalición dejaría de existir”.
Si no hay un programa de Gobierno, ¿cómo se puede acordar algo con los palestinos? Pues eso. Nuestro hombre, a diferencia de casi todo el resto de los políticos israelíes, habla claro.
Lieberman ha vuelto a insistir en que la paz es imposible. Por culpa de los palestinos, lógicamente, que, según él, no se conforman con nada (eso está por ver, habría que ofrecer una propuesta razonable y comprobarlo) y están dirigidos por un presidente, Mahmud Abbas, ilegítimo porque su mandato electoral expiró hace tiempo (eso sí es cierto).
Las últimas maniobras de la Autoridad Palestina, reclamando el reconocimiento internacional de un Estado palestino dentro de las fronteras de 1967 y pidiendo la condena de la ONU a las colonias israelíes en los territorios ocupados, molestan mucho a Lieberman.
“No hay ninguna necesidad de discutir con los palestinos”, afirma, “disponemos de una estrategia del palo, además de la zanahoria; a los palestinos no les interesa proseguir con esas iniciativas porque si tenemos que intervenir, intervendremos”. Esto, dicho por un hombre que pidió la ejecución de los diputados árabe-israelíes en la Knesset y consideró interesante bombardear la presa egipcia de Asuán, inquieta.
Las delicadas afirmaciones que se reseñan (añadamos que ha llamado “mentirosos” a los dirigentes turcos) no han sido realizadas en un mitin de partido, ante una multitud de rusos xenófobos, sino ante una convención de diplomáticos israelíes. Lo cual demuestra, una vez más, que Lieberman no tiene problemas de doble lenguaje. Si se quiere claridad, hay que escucharle a él.
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