lunes, 17 de junio de 2013

La corrupción y los partidos

Les toca a los partidos

Atajar la corrupción exige transparencia financiera y retirar de la política a personas sospechosas

Las facturas de la corrupción y del fraude vencen una tras otra, acentuando la sensación de impotencia a la hora de atajar el aprovechamiento de caudales públicos en beneficio de organizaciones políticas o de personas concretas. La acumulación de investigaciones produce el efecto de que la corrupción es mayor que nunca en democracia, cuando lo cierto es que la gran mayoría de los escándalos del presente se debe a hechos del pasado. Pero el problema es grave y es necesario luchar con rapidez en un doble terreno: las bolsas de economía sumergida, que favorecen tanto la corrupción privada como la pública, y la renovación interna de los partidos, a fin de restablecer una confianza razonable en que los sospechosos de una dudosa moral cívica y política pierden toda palanca de poder o influencia.
España no es un país corrupto, pero se deslizará por esa pendiente si permite que se consolide lo que se ha dado en llamar “el desgobierno de lo público”, con un bajo rendimiento de los cortafuegos institucionales y partidistas. El intento de remitirse a la justicia como árbitro del bien y del mal se ha vuelto como un bumerán contra el prestigio de la élite política. Los mecanismos judiciales, en el marco de un sistema garantista, son demasiado lentos para instruir y juzgar a los presuntos delincuentes en tiempos compatibles con los de la política. El caso Gürtel lleva casi cinco años abierto y no hay perspectivas de finalización de las diligencias; del caso Palma Arena quedan múltiples flecos sin cerrar, entre ellos el que afecta al yerno del Rey; el de los ERE andaluces se acerca a los tres años bajo investigación, también sin juicio a la vista. La justicia debe proseguir con su trabajo, pero eso no es óbice para que los partidos se disciplinen, sobre todo los que tienen o han tenido mayores cuotas de poder (PP, PSOE, CiU). Su resistencia a hacerlo multiplica la sensación de impunidad, cuando las estrecheces causadas por la crisis económica coinciden con la investigación de cientos de asuntos relacionados con robo de dinero público o tráfico de influencias.

Ni los países más serios están libres de casos de corrupción. Sin embargo, en otras latitudes se aplican pautas de conducta más rigurosas. Christian Wulff dimitió como presidente de Alemania en febrero de 2012, no por causa de un procesamiento ni de un juicio, sino por la simple petición de la fiscalía para investigar un préstamo obtenido a tipos favorables y pequeños favores proporcionados por un productor de cine. Y un ministro francés de Presupuestos, Jérôme Cahuzac, renunció al cargo hace tres meses, sin haber sido procesado, al descubrirse que tenía una cuenta opaca al fisco.
Lo que carece de sentido es tratar de torcer el brazo a las sospechas, como se hace en España, manteniendo a amigos y correligionarios políticos con el argumento de “la mano en el fuego”. También es inaceptable el empeño de que las urnas laven los presuntos delitos o irregularidades investigados: en 2011 todavía concurrieron a la reelección decenas de políticos presuntamente implicados en asuntos turbios. Los procesos electorales previstos para 2014 y 2015 son una excelente oportunidad para consumar la renovación. No se puede faltar de nuevo al respeto institucional presentando como candidatos a personas que no estén libres de toda sospecha.
El mundo político tiene que dedicar menos esfuerzos a usar la corrupción como arma contra el adversario y muchos más a combatirla. Todo está pendiente, desde la aplicación de controles profesionalizados a las cuentas de los partidos, dándoles la máxima publicidad, hasta la promulgación de una Ley de Transparencia, cuyo proyecto lleva un año a la espera de aprobación parlamentaria.

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