Un pináculo rutilante del Hollywood glamoroso"
Mel Gussow
Así tituló The New York Times en su primera plana del miércoles 23 el artículo a la memoria de Elizabeth Taylor, fallecida a los 79 años en un hospital de California, donde llevaba seis semanas internada por complicaciones cardiacas. De ese texto, autorizado para su publicación en estas páginas, Proceso realizó una selección para sus lectores.
Su primera aparición en las pantallas ocurrió cuando contaba con 10 años, allí maduró y jamás alcanzó una edad como para dar lástima. Fue un ágil brinco desde National Velvet hacia A Place in the Sun y de ahí a Cleopatra, donde como actriz impecable se transformó de niña frágil a una voluptuosa reina de película.
En una carrera de cerca de 70 años y más de 70 cintas, ella obtuvo dos premios de la Academia como mejor actriz, por su personaje de buscona en BUtterfield 8 (1960) y como Martha, la esposa de lengua viperina en Who’s Afraid of Virginia Woolf? (¿Quién le teme a Virginia Woolf?, 1966.) Mike Nichols, quien la dirigió en Virginia Woolf, dijo que la consideraba “una de las actrices más grandes del cine”. Cuando fue homenajeada en 1986 por la Sociedad Fílmica del Lincoln Center, Vincent Canby escribió para The New York Times:
“No puedo pensar en nadie más que en Elizabeth Taylor como epítome absoluto de un fenómeno de película, de las películas como un arte y como una industria, y de lo que ellas han influenciado a aquellos de nosotros que crecimos contemplándolas entre tinieblas.”
La popularidad de Ms. Taylor (sic) se mantuvo en su vida entera, pero los críticos algunas veces se reservaron sus alabanzas para ella como actriz. En tal sentido, ella bien pudo haber sido eclipsada por su deslumbrante belleza. ¿Podría alguien con la hermosura de Elizabeth Taylor poseer también talento? La respuesta fue, por supuesto, afirmativa.
Pese a su carencia de entrenamientos profesionales, el rango de sus actuaciones es sorprendentemente amplio. Hizo papeles de arpía depredadora y de víctima lastimada. Fue la Cleopatra capitana de lustrosa barcaza; la gatita Maggie de Tennessee Williams; Catherine Holly, quien confrontó al terror durante el último verano, y fue la Kate de Shakespeare. Sus heroínas melodramáticas bien podrían sentirse a gusto en las telenovelas.
Joseph L. Mankiewicz, quien la dirigió en Suddenly, Last Summer (De pronto, el último verano) y en Cleopatra, la vio por primera vez en Cannes cuando ella tenía 18 años de edad: “Era la visión más increíble del amor que jamás haya presenciado en mi vida”, dijo, “y era inocencia pura”. Mankiewicz admiraba su profesionalismo:
“Cualquier cosa que pidiera el guión ella lo actuaba. Los tejidos que hilan el bordado son los de una mujer que es una actriz honesta. En eso radica su identidad.”
Fue asimismo Mankiewicz quien decía para Ms. Taylor que “vivir la vida es una forma de actuar”, y que ella había vivido la suya “en los tiempos de pantalla”.
Belleza encarnada
Marilyn Monroe fue la diosa sexual, Grace Kelly la reina de hielo, Audrey Hepburn la eterna pícara. Elizabeth Taylor fue la belleza encarnada.
Como dijo George Stevens al seleccionarla para A Place in the Sun, el rol se le exigía a “una chica hermosa en un Cadillac amarillo convertible quien en determinado momento haría pensar a cualquier joven norteamericano en casarse con ella”.
(…) Para ella, la actuación era “puramente intuitiva”. Decía: “Lo que trato de hacer es dar el efecto emotivo al máximo con un mínimo movimiento visual”.
Algunas veces, sus roles fílmicos parecían ser una imagen de espejo sobre su vida. Más que la mayoría de las estrellas de película, ella parecía existir en el dominio público. Era perseguida por los paparazzi y denunciada por el Vaticano. Pero detrás de una conducta aparentemente escandalosa, se hallaba una mujer con un claro sentido de la moral: a menudo se casaba con sus amantes.
El público los contaba, mientras ella se iba transformando en Elizabeth Taylor Hilton Wilding Todd Fisher Burton Burton Warner Fortensky, suficientes matrimonios para certificar su carrera como mujer serial. Cuestionada del por qué se casaba tanto, respondió arrastrando las palabras:
“No lo sé, cariño. Seguramente expulsa los demonios fuera de mí.”
En una existencia pletórica de reveses físicos y emocionales, de padecimientos graves, accidentes, y de situaciones al límite de la muerte, Ms. Taylor fue una sobreviviente. “He sido muy afortunada mi vida entera”, confesó justo antes de cumplir los 60 años de edad.
“Todo se me ha dado. Miradas, fama, abundancia, honores, amor. Rara vez tuve que luchar para conseguir algo. Pero he pagado el precio de la suerte con desastres.”
A los 65 años, dijo en el programa 20/20 para la cadena ABC: “Soy como ejemplo viviente de lo que las personas podrían pasar si quieren sobrevivir. Yo no soy como cualquiera. Soy yo misma”.
La vida que actuaba está ya fuera de circulación. Kilómetros de periódicos y artículos de revistas, una galaxia de fotos y un estante de biografías, cada una pintando diferentes retratos.
“Aeroplanos, trenes, cualquier cosa se detiene ante Elizabeth Taylor; pero el público no tiene idea de quién es ella”, decía Roddy McDowall, quien fue una de sus primeras parejas estelares y amigo fiel.
“Aquella gente que la maldice y la ha mandado al infierno, se morirían por hacer todo lo que ella ha hecho.”
Había un punto general de acuerdo; su belleza. Como anotaban los tipos tras la cámara, su rostro era de una perfección simétrica impecable; no tenía ningún mal ángulo, y sus ojos eran del violeta más profundo. Disentía de forma destacada y quizá sorpresiva Richard Burton, marido suyo en dos ocasiones. La noción de que su esposa fuera “la mujer más hermosa del planeta es una completa tontería”, decía. “Tiene unos ojos maravillosos”, añadió, “pero tiene una papada doble y senos demasiado desarrollados, y está corta de piernas”.
En la pantalla y fuera de ella, Ms. Taylor resultaba una combinación provocadora del ángel y de la seductora. En todas sus encarnaciones tenía una vibrante sensualidad. Sin embargo, en el fondo existía algo más que un tinte de vulgaridad, como su amor por las joyas relucientes.
“Sé que soy vulgar –solía decir dirigiéndose a sus fans–, pero ¿acaso a ustedes les gustaría tenerme si fuera de algún otro modo?” (…)
Susanna Drake, una linda chica sureña de tiempos de la guerra civil norteamericana, le dio una nominación como mejor actriz. La primera de cuatro consecutivas, y en la última, BUtterfield, consiguió el triunfo.
Ms. Taylor rodaba Cat on a Hot Tin Roof (Un gato en el tejado caliente) con Paul Newman en 1958, cuando su tercer marido, el empresario Mike Todd, se mató en un accidente aéreo por Nuevo México con tres personas más que viajaban dentro de una avioneta llamada Lucky Liz (La suertuda Liz). (…)
Una vez que Ms. Taylor concluyó Un gato en el tejado caliente, MGM le exigió cumplir su contrato y actuar en la versión fílmica BUtterfield 8, de John O’Hara. Su actuación como la buscona Gloria Wandrous le trajo su primer Oscar en 1961 como mejor actriz.
Atracción de contrarios
Taylor y Burton: parecía el encuentro de dos polos opuestos, o de una colisión, la estrella más famosa del cine mundial y el hombre al que muchos creían era el actor clásico más fino de su generación.
Lo que tenían en común era una extraordinaria pasión mutua y el vivir la existencia al máximo. Su romance de montaña rusa recibió las crónicas de la prensa internacional, que se referían a ellos como una entidad llamada Dickenliz.
Tras concluir la cinta, Ms. Taylor viajó con Burton a Toronto, donde él se hallaba de gira con Hamlet. En Toronto, y más tarde en Nueva York, ambos se hallaban en la cumbre de su megaestrellato, acompañados por un séquito tan vasto como el del Sultán de Burneo y asediados por sus fans, quienes convertían cada aparición pública en una escena multitudinaria.
En Nueva York, unas 5 mil personas se congregaban afuera del Lunt-Fontanne Theater de la la West 46th Street luego de cada función de Hamlet, esperando que Ms. Taylor se hallara en los camerinos y anhelando verla cuando la pareja se retirara.
Se casaron en 1964, y Ms. Taylor intentó sin éxito mantenerse en segundo plano. “No me veo a mí misma como Taylor”, dijo ingenuamente. “Prefiero, por mucho, ser Burton”. A su esposo le comentaba: “Si llego a engordar bastante, no me pedirán que haga más películas”. Aunque aumentó de peso, continuó actuando.
La vida de los Dickenliz estuvo repleta de excesos. Poseían mansiones en varios países, rentaban pisos completos de hoteles y gastaban a manos llenas en autos, arte y joyería, incluyendo el diamante Cartier de 69.42 kilates y el diamante Krupp, de 33.19 kilates. En 2002, Ms. Taylor publicaría My Love Affair With Jewelry (Mi romance con las joyas), un anecdotario de café contado a través del prisma de sus gemas con calidad mundial.
Desde su infancia, Ms. Taylor se había rodeado de mascotas. Cuando no se le permitió llevar a sus perros a Londres, debido a un decreto de cuarentena, alquiló para ellos un yate cuyo precio fue reportado en 20 mil dólares y los ancló en el Támesis.
Luego de Cleopatra, la pareja se unió en una paternidad fílmica que brindaría al público romances de relumbrón como The V.I.P.’s y The Sandpiper y uno de los más poderosos dramas sobre la destructividad marital: la versión fílmica de la obra de Edward Albee ¿Quién le teme a Virginia Woolf? Como Martha, esposa autoritaria, un personaje 20 años mayor que ella, Ms. Taylor subió casi 10 kilos de peso, y adquirió una figura nada atractiva. Tras recibir ella su segundo Oscar por aquella actuación, Burton, quien personificó a George, el marido de Martha, ofreció un comentario fuera de lugar: “Ella ganó un Oscar por su actuación –dijo con amargura–, pero yo no –agregó también con amargura”.
(…) Luego de 10 años tormentosos de una vida en pareja, los Burton se divorciaron en 1974 para casarse nuevamente 16 meses después (en un villorio de chozas lodosas de Botswana); se volvieron a separar por el mes de febrero y obtuvieron su divorcio en Haití, por julio de 1976.
En 1984, Burton falleció de una hemorragia cerebral en Suiza a los 58 años de edad. Trece años más tarde, Ms. Taylor dijo que Todd y Burton habían sido los amores de su vida, y que si Burton todavía estuviera vivo, ella se habría casado con él una tercera vez. Muchos años después de que él había muerto, en 2000, ella declaró a The Times que no podía aguantar ver por televisión las películas que ellos habían realizado.
Divorciada por segunda vez de Burton, ella se casó con John W. Warner, un político de Virginia que se hallaba en campaña triunfal por el Senado. Durante cinco años fue mujer de un político de Washington y, dijo, “la persona más solitaria del planeta”. Agobiada por la depresión, se metió en el Betty Ford Center de Rancho Mirage, California. Admitió posteriormente que había recibido tratamiento como “alcohólica y adicta a las inyecciones de drogas duras”.
(…) Muy a menudo, Ms. Taylor era vista como una caricatura de sí misma, “llena de una lástima que no tenía sentido”, como describió Margo Jefferson en The Times hacia 1999, quien agregó:
“Ya fuera acerca de cómo envejece o sobre la ropa que use, quitó el significado a los cánones del buen y mal gusto en una misma igualdad de condiciones, gracias a la bendición del corazón que posee.”
Ms. Taylor fue incrementando su tiempo dividido entre labores de caridad que incluían varias causas en pro de Israel (se convirtió al judaísmo por 1959), y las aventuras comerciales, como las de una línea de perfumes que llevaban su nombre. Ayudó a juntar más de 100 millones de dólares para la lucha contra el sida. En febrero de 1997 celebró su cumpleaños número 65 con una fiesta a beneficio de la investigación del sida. Tras el festejo, Ms. Taylor fue internada en el hospital Cedars-Sinai Medical Center de Los Ángeles, para operarla por un tumor cerebral.
En 2002, Ms. Taylor estuvo entre las cinco personalidades que recibieron galardones del arte escénico por parte del Kennedy Center Honors.
Casada o soltera, enferma o sana, en pantalla o fuera de ella, Ms. Taylor nunca perdió su apetito por la experimentación. Al final de la vida, cuando le llegó una de tantas ofertas para escribir sus memorias, se negó, alegando con la floritura de las palabras que la caracterizaban:
“¡Demonios, no! Yo aún estoy viviendo mis propias memorias.”
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