Por Hermann Bellinghausen
El concepto de alma gemela es resbaladizo, cuando no surrealista, pero todo indica que la poeta Adriana Díaz Enciso y la cantante Rita Guerrero lo fueron. Las dos lo repetirían varias veces. Nacidas el mismo año (1964), en el mismo lugar (Guadalajara), se conocieron hasta la edad adulta en la ciudad de México, a la cual habían migrado por caminos distintos. Más allá de lo anecdótico, se encontraron dos sensibilidades afines. Como si una soñara a la otra.
Parecían opuestas. Adriana tímida, frágil, hipersensible. Y Rita fuerte, extrovertida, dueña de su presencia. Al echarse a rodar, los de Santa Sabina tuvieron la mala idea de poner a la poeta como su representante, justo cuando se tiraban como El Borras a las aguas de un medio oportunista, mercantilista y feroz. Pronto recapacitaron, y Adriana quedó mejor como la letrista de casa, a la manera de Procol Harum. Mas no caben recetas, Santa Sabina tuvo la historia que tuvo, la que escribieron ellos y sus poetas: Xavier Villaurrutia, Adriana misma, David Hevia, Jordi Soler. Su vena oscura, lírica pero funk con algo de comedia y de ultratumba, volvió irresistible a Santa Sabina para las escenas dark y gótica, la que gusta del metal sinfónico, a los que se cortarían las venas envueltos en las alas de ángeles blancos como la Luna. También a los progresivos. Al rock a secas. La banda nunca se “diseñó” para nadie, y en los términos de su dignidad artística surcó las aguas apestosas del showbizz. Disqueras, televisoras y productoras la aprendieron a respetar.
El virtuosismo se construye trabajando, como demuestran todos los músicos que pasaron por Santa Sabina. Pero en rarísimas ocasiones existe de por sí, y puede ser un dios terrible. El grupo nació con un esqueleto firme, el tempo irrebatible de la batería de Patricio Iglesias. Perdonen la comparación, pero lo que Charlie Watts a los Rolling Stones. Estaba grueso, y era un espectáculo verlo, especie de chamán extraviado pero con tambor. Pablo Valero, Jacobo Lieberman, Alfonso Figueroa y la propia Rita tuvieron en Patricio un elástico esqueleto. Hicieron bien en seguirlo.
En otros años y otro contexto, escuché a la madre de Patricio contar que de bebé cogía la cuchara del puré o lo que hubiera para bataquear la mesa, la ventana, la taza. El mundo era su tambor. Con el tiempo, el percusionista genial quedó atrapado en una falta de rumbo. La banda, incluidos nuevos teclados y percusiones, progresó rápido y su cuerpo y su sangre sostuvieron a su inspirado esqueleto otro rato.
Llama la atención que todas sus grabaciones fueron producidas sólo por buenos músicos. Desde las primeras rolas de y con José Elorza para Ciudad de ciegos (hacia 1990), y de ahí Alejandro Marcovich, Benny Ibarra, ellos mismos, Pedro Aznar y el magnífico Adrian Bellew. Los sabinos eran músicos para músicos. Y para poetas, como queda dicho.
Poseían un sello definido, inigualable. Por decir, Sueño con serpientes, composición excéntrica en el cancionero de Silvio Rodríguez, interpretada por Santa Sabina parece una más de sus rolas, hecha con la misma materia prima. Santa Sabina navegó un estilo consistente, el cual irradiaba Rita arriba y abajo del escenario. La intérprete vamp, expresionista, operática y cabaretera a la Ute Lemper (otra alma de su edad), fue también escudo protector para la banda, o al menos hizo la lucha, pero esa es otra historia y no soy quién para contarla.
El año de 1994 les trajo dos asombros bajo el brazo. Fueron invitados para grabar su disco Símbolos en la casa estudio de Adrian Bellew, frontman de King Crimsom, combo totémico para Santa Sabina. Simultáneamente, en Chiapas se alzaron los indígenas del EZLN, y los de Santa Sabina, inspirados, motivados, movidos y comprometidos, fueron y vinieron, tocaron y apoyaron, trajeron allá el aura que se emprestaron de la chamana mazateca María Sabina, rodaron el lodo de los hechos en el sureste y cuando ocurrió la masacre de Acteal allí estuvieron, sin dejar de sonar donde creaban y eran escuchados, en las venas subterráneas de la juventud despierta.
Se sumaron y restaron otros músicos, de los que sólo puede hablarse bien, además del indispensable bajista Alfonso Figueroa, único fundador, con Rita, que llegó hasta el final. Si Rita era el corazón, Poncho el sistema nervioso, y el que se encargaba de la risa. Los tecladistas Juan Sebastián Lach y Leonel Pérez, el elegante guitarrista Alejando Otaola, los percusionistas Pablo Lach y Julio Díaz, los alientos de Rodrigo Garibay y Aldo Max. Memorables.
Ahora que el país pierde aceleradamente la confianza en sí mismo, es indispensable recordarnos que hay gente como Rita Guerrero. México produce artistas así: nos lo tenemos que repetir como mantra por nuestro propio bien. La cultura y el compromiso van tan a la baja que el mediocre secretario de Educación Pública es capaz de exaltar las “educativas” telenovelas. Es necesario insistir, y hablar de Rita por ejemplo.
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