En la soledad de su estudio, ahí donde más le gusta estar, a Vicente Rojo lo acompañan siempre sus lienzos, pinceles, colores, tijeras, papel de lija, trapos sucios, zapatos viejos, imágenes impresas fijadas con tachuelas en la pared, uno que otro libro y música. Hace tres años apareció allí un elemento más: la pluma que atrapó la mano del pintor y vistió de palabras su obra para darle voz al autorretrato del artista.
El libro Puntos suspensivos. Escenas de un autorretrato está escrito con la armonía, la dimensión poética, la maestría y el misterio de esa suave voz que nos susurra cuando miramos la pintura de Rojo, y nos revela un montón de secretos sobre aquellos episodios de su vida y su pensamiento que palpitan en la capa más profunda de sus telas.
Siempre cálido y gentil, Vicente se negaba a dar entrevistas, por temor, decía, a no saber expresarse con palabras. Hasta que un día, mientras trabajaba en la Revista de la Universidad, Margarita García Flores le pedía todos los días con tal insistencia entrevistarlo que él le preguntó por qué tanto interés. Para su sorpresa, ella le respondió que porque le pagarían los 600 pesos que realmente necesitaba. Rojo accedió. El dato recuerda un encuentro entre Elena Poniatowska y Jorge Luis Borges, cuando ella le preguntó por qué aceptaba él tantas entrevistas y aparecía en público cuantas veces se lo solicitaban. El escritor simplemente contestó: “Por cortesía”.
“MIS MANOS ME REPRESENTAN”
El gesto del pintor consiste en retomar de las raras entrevistas que le han hecho a lo largo de su trayectoria, aquellas respuestas y titulares donde se reconoce para armar su autorretrato, lo que implica darle un valor al diálogo y un crédito mayúsculo a sus interlocutores para concluir, con humildad, que “todas las ideas nos corresponden a todos”. A decir verdad, su pluma va mucho más allá de eso y, si acaso, como él sugiere, los periodistas le abrieron el camino para romper un silencio más asumido por ética que por timidez.
Una foto suya, de muy pequeño, anuncia el primer capítulo titulado “Me llamo Fritzi”. La voz de Hölderlin parece decirnos mientras lo miramos “que así, el hombre mantenga lo que de niño prometió”. Dos escenas de su infancia nos estremecen: a los cuatro años de edad, en Barcelona, desde la ventana de su casa sobre el Paseo de San Juan, el niño ve ríos de gente que grita y canta mientra enarbola banderas y armas. Se ha dado el alzamiento militar de Franco, y en ese instante Rojo aprende a ver el mundo con la conciencia de que el júbilo es inseparable del dolor.
El otro episodio sucede cuando, después de la derrota “bélica, cruel e injusta”, su familia, agobiada por la penuria, tiene que vender el piano en el que dos jóvenes hermanas estudiaban. A sus siete años, el niño, con el corazón adolorido, ve salir aquél piano por el balcón del quinto piso. Setenta años después, el artista piensa “que a lo largo de toda su vida su afán más profundo, la raíz de sus desvelos, (…) ha sido recuperar ese piano”.
No menos fuerte es la escena del maestro que le ata la mano izquierda al niño zurdo. Esa mano que aprendió a dibujar al carbón y a copiar esculturas de yeso, a trabajar la cerámica y el barro a los 13 años, y a obsesionarse por llevar consigo siempre lápices de colores, papeles, tijeras y pegamento. “Mis manos me representan; ellas simbolizan toda mi relación con el mundo”, escribe.
A Vicente le gustaba escaparse de la triste realidad de aquellos días en el cine, con Hitchcock y Groucho Marx, o en su propia casa, que era un refugio maravilloso lleno de libros. Corazón, diario de un niño, Cumbres borrascosas, Trafalgar, La isla misteriosa y, en especial, Robinson Crusoe, representaban el uso de la imaginación ante la adversidad.
Nacido en Barcelona en 1932, vuelve a nacer a los 17 años cuando llega a México, donde la libertad y la luz, que lo deslumbran, lo hacen pintor. Su pluma nos revela lo que su sensibilidad captó para siempre mediante el asombro; para él, una condición de vida. El hombre en llamas de José Clemente Orozco y la Iglesia de Tonantzintla; el arte prehispánico y los dulces de Celaya; Lázaro Cárdenas, Consuelito Velázquez y Diego Rivera en la Secretaría de Educación Pública; la música de Silvestre Revueltas, así como el carnaval de moros y cristianos en Huejotzingo; el color de Rufino Tamayo, el imaginario de José Guadalupe Posada, los judas de la familia Linares, la prosa de Martín Luis Guzmán… Y, en Bellas Artes, donde trabajaba, la música de Carlos Chávez, el teatro de Salvador Novo, las exposiciones de Fernando Gamboa, la creatividad de Miguel Covarrubias, el Zapata de Guillermo Arriaga o María Callas ensayando Aída. Inolvidable fue para él escuchar por la radio a Los Panchos cantando “Sin un amor, la vida no se llama vida”.
La pluma de Vicente honra a sus maestros: Miguel Prieto, quien le enseñó el valor de la discreción, la sobriedad y la calidez; Arturo Souto, Juan Soriano o Fernando Benítez, quien lo definió en su primera exposición como un joven “tierno y lírico, a veces desgarrado y violento” y le atribuyó “la aurora, la inconformidad y la esperanza”: una parte de este gran lienzo literario nos habla de su formación y de los momentos clave de su aprendizaje. Una tarde viendo pintar a Soriano en París, por ejemplo.
UN CURIOSO QUE SOLICITA INFLUENCIAS
A partir de la idea de la cultura como una práctica permanente de civilidad, nos comparte sus anhelos más profundos, ahí donde lo personal y lo colectivo encuentren un equilibrio, donde no sólo se da lugar y respeto a la diferencia sino que se le alienta. Que la práctica cultural detone nuevas utopías y se desarrollen los sueños propios y compartidos. Que la llamada alta cultura y la cultura popular sean dos extremos que se sumen para darle a la vida imaginación y hondura. Que su obra contribuya a que lo esencial gane terreno a la banalidad. Quisiera él poner su grano de arena, o mejor, como dice, “una piedrita en algún zapato”. Porque desconfía de la pureza y advierte que “crear sombras de duda es lo que le da sentido al arte”.
A su generación, denominada “de la Ruptura”, prefiere llamarle la “de la Apertura”. Surgió en los años cincuenta, como contrapropuesta al “no hay más ruta que la nuestra”, de David Alfaro Siqueiros. La integraban, como escribió Octavio Paz, jóvenes decididos a “restablecer la circulación universal de las ideas y las formas”, muchachos de enorme apetito y curiosidad sin límites que se atrevieron a abrir las ventanas por las que el aire del mundo penetró en México. Para Luis Cardoza y Aragón, Rojo es, en este sentido, “la figura destacada más radical”.
También nos habla de su generación cultural, de los años en México en la cultura, de los escritores, músicos, creadores de cine y poetas que tanto lo enriquecieron con su obra y su amistad. A lo largo del texto nos sorprenden, entre paréntesis, pequeñas grandes historias como la del piano vendido, la lección que le dio Miguel Prieto sobre el color, otra de Paul Klee que explica el nombre de Fritzi y que tiene que ver con el pintor alemán y su familia, la guerra, un violín, Mozart, Bach y un gato. Y una, entrañable, con Juan García Ponce en su lecho de enfermedad, quien le dice con una sonrisa: “No te preocupes, somos eternos”.
Vicente Rojo narra en primera persona y logra lo exclusivo de la buena escritura: el encuentro entre autor y lector en una relación íntima. Parece decirnos en voz baja: “El arte es una pugna perpetua entre imaginación y realidad (…) es un equilibrio entre cerebro (quizás alucinado) y corazón (¿inquieto?), que se funden en razón y pasión”.
Nos cuenta el origen de sus obsesiones, el por qué de su afán por la repetición, el vínculo de una obra en proceso con la anterior y con la futura; su fascinación por el punto y la raya, por las formas geométricas como presencias que se remontan a los orígenes del hombre, como segunda naturaleza y como alfabeto visual. Ya lo decía Paz: Rojo “es riguroso como un geómetra y sensible como un poeta”. Un creador que lleva su quehacer hasta las últimas consecuencias, con la certeza de que el arte es un antídoto contra la barbarie y de que es la poesía en todas sus expresiones, y no la economía, la que mueve al mundo.
Rojo describe su proceso creativo. Trabaja 15 lienzos al mismo tiempo, como si fuera un solo cuadro en 15 capítulos. Es decir, persigue 15 imágenes a la vez, lo que implica un desafío y un placer inquietante a lo largo de seis meses a un año o más. Y terminarlos no es un fin, sino el punto de partida para la siguiente serie. En todo este proceso también admite la presencia de los creadores que admira: Manuel Álvarez Bravo o Leopoldo Méndez. Pero también Fernando González Gortázar, Gabriel Macotela y Graciela Iturbide.
Menciona a críticos y escritores que le han ayudado a entenderse. Y aquellos artistas con quienes ha sostenido íntimas conversaciones imaginarias, como Italo Calvino, Mark Rothko, Joseph Conrad, Agnes Martin, Fritz Lang y Constantin Brancusi, Alicia Liddell (la de Lewis Carroll) y Akira Kurosawa, entre otros. “Soy muy curioso, no tengo miedo a las influencias, más bien las solicito, forman parte del jardín de la memoria”, expresa.
En el Colofón, Vicente considera inmerecidos los reconocimientos a su tarea como artista, pero los agradece, como Borges, por cortesía. Y confiesa: “Soy vanidoso pero no me gusta que se me note”. El éxito, para él, pertenece más al ámbito del amor y la amistad, ahí donde habitan sus querencias familiares y los grandes acompañantes que ha tenido en la vida. Dentro de su estudio, con sus lápices de colores, sus papeles, tijeras y pegamentos instalados en esas manos que a lo largo de más de 60 años lo han movido a crear con el espíritu de quien ha sabido preservar en el fondo de su alma al niño que fue, Rojo celebra la vida con el aire que le hace respirar Bárbara Jacobs, su compañera.
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