miércoles, 1 de septiembre de 2010

La Mosca.

Estoy parado frente a la casona de la esquina de la 7a. Avenida y 19 Calle de la Zona 1, esa parte de la ciudad de Guatemala llena de vida desde siempre. En esa parte de la ciudad, se reunen los pobres a venderles a los pobres, es un comercio popular. La 18 Calle es el centro de las actividades comerciales más activa de la ciudad. Unas cuadras adelante, en la 17 Calle están esos cientos de protitutas pobres, que trabajan en minúsculos cuartos. Nada que ver con Amsterdam, Holanda.

La casona que tengo frente a mi se está derrumbando por efectos del abandono, y suguramente también, por los terremotos recientes, ya no tiene techo. Su aspecto desolador es impresionante, además alguien puso un letrero reciente: "Esta propiedad no se vende".

Hace 50 años, también estaba parado frente a esta casona de gente rica, era una mansión bien cuidada, y ese día hace medio siglo, me puse a llorar de la impotencia por mi falta de valentía para tocar esa pesada puerta y preguntar por ella. No me atreví a tomar con mi mano esa pesada aldaba metálica y dar unos cuantos toquidos en la puerta. Me temblaban las piernas, eran un joven de apenas 15 años, enamorado profundamente de ella.

Estabamos de vacaciones en la Escuela Normal, donde ambos estudiabamos para maestros de primaria, yo intuía que ella estaba en esa casa de sus parientes ricos, o quizás se había ido a su pueblo, una pequeña aldea casi en la frontera con México.

Quería verla y besarla intensamente, como era yo, y sigo siendo, un eterno enamorado, eso es lo que correspondía hacer con ella, mi amada.

Ella se llamaba Martha Margarita Maldonado, la tres emes o M al cubo, era una chica aldeana, bella, chiquita, de origen chino lejano, con un enorme lunar en la parte media de la frente, cerca de la nariz.

Por esa mancha en su rostro, que la hacía más interesante y resaltaba su belleza natural, le puse el apodo de "La Mosca", mote que le quedó para toda la vida, como sucede en Guatemala a todos a quellos que les pusieron un apodo certero, ni dios padre se los quita de encima.

La Mosca y yo fuimos compañeros de estudios en un internado mixto durante tres años, donde nos preparamos para ser maestros de primaria. Desde el principio me enamoré de ella perdidamente, así que lo nuestro duró exactamente los tres años de la carrera.

Ella era inteligente, aplicada y cumplida con las tareas, y dedicada a cuidarme a mi con devoción pueblerina. Se preocupaba porque yo comiera sanamente, aunque en el internado no pasabamos de comer frijoles, arroz y tortillas todos los días. También velaba por que mi ropa estuviera limpia y zurcida. Eramos estudiantes de clase media, la mayoría; otros como ella, eran hijos de campesinos pobres.

En realidad esa Escuela Normal para la formación de maestros, fue famosa en los años sesentas por su nivel académico y por contar entre su alumnado a jóvenes de toda la república de Guatemala. Entre sus estudiantes había una cuota de alumnos de origen indígena de diversas étnias del país.

Nuestra relación amorosa con la marthita fue algo maravilloso y tierno, éramos la pareja del año, admirados por nuestra forma de respetarnos uno al otro.

Nos tocaron esos años de intensa actividad hormonal de toda juventud, ella tenía 16 y yo 17 años, estabamos en plena euforía romántica, nos besábamos a toda hora, nos escribíamos lindas cartitas de amor, bailábamos todo el tiempo que se podía, pero lo que más anhelabamos los dos era hacer el amor, y no se podía porque a las mujeres en el internado las vigilaban demasiado.

Vivímos ese tórrido romance los tres años de convivencia, pero sufríamos demasiado couendo llegaba la época de las vacaciones, eran tres meses sin vernos. Ella se iba, generalmente, a su aldea fronteriza con México y yo me quedaba en la capital vagando como siempre por sus calles y avenidas, en búsqueda de aventuras.

La Escuela Normal para Maestros estaba ubicada en un bosque de pinos, era un sitio ideal para el amor, se podía uno esconder de los vigilantes y darnos de besos infinitos.


Durante el último año de la carrera de maestro, Marthita volvió a su casa para las vacaciones de Semana Santa, y en esa ocasión su familia me había investigado acerca del origen familiar y tendencias políticas. Cuando mi amada novia vuelve al internado, me habla y me dice: "mi amor, tenemos que terminar esta relación porque si no mi familia me saca de la escuela". Yo me quedé helado y sin palabras, cómo se iba a acabar esa relación tan bella de los dos, pensé.

Primero le dije, que sí, que estaba bien terminar el noviazgo, con tal de que la dejaran concluir la carrera. Por dentro pensaba lo ignorantes que eran sus papás, al condicionar un noviazgo a una interrupción de estudios, solo porque su prometido era lo que dicen ellos que yo era.

El día de nuestra graduación era, virtualmente el último día de nuestra relación amorosa, lo sabíamos los dos, y nos dolía aceptarlo. Pero el ciclo nuestro había terminado, salimos con los máximos honores académicos los dos y con el corazón hecho pedazos.

En plena fiesta, delante de sus padres, la saqué a bailar, y con esa multitud tan agitada, nadie se percató que nos fuimos a un jardín lejano, ella y yo sólos, desnudos, frente a frente, y sin palabras nos entregamos al amor carnal, por fin.

Su familia había investigado que yo era de las juventudes comunistas y esa era razón suficiente para romper la relación de su hija conmigo.

Años después, la busqué indagando con mis compañeros de generación, solo atinaron a comentar que había sido asignada a una escuela rural en la frontera con Honduras.

Era una mosca voladora que no se detenía donde yo quisiera.

Amé a La Mosca, como a nadie en mi vida.

No sé nada de su vida ulterior, seguramente se casó y se llenó de hijos como sucede entre los maestros rurales de mi país.

Mosca: donde quiera que te encuentres te guardo un maravilloso recuerdo de aquella noche de amor, la única...

2 comentarios:

  1. Que bella historia de amor. Me pareció estar viendo una película.
    Como siempre, tan bién escrito.

    ResponderEliminar
  2. Cuando yo estaba en la secundaria, tenía un maestro de inglés cuyo lunar en la ceja nos daba mucha risa, y yo, la "escritora" del grupo, le compuse un versito: "mosquita, mosquita, tan chula te ves, parada en la ceja del maestro de inglés". Ah!, bellos recuerdos de juventud, ¿qué habrá sido de tu Mosca? Imagínate que se reencontraran como en "El amor en los tiempos del cólera"...Pero como dices, a lo mejor ya es una abuela llena de hijos y nietos, lo más seguro, y con el corazón marchito por la pena...

    ResponderEliminar