martes, 2 de noviembre de 2010

El arte callejero pelea por entrar a los museos.

Para los interesados en el arte callejero, principalmente, el graffiti es necesario que investiguen acerca de Jean Michel Basquiat, el gran prodigio negro del graffiti en Nueva York.

Este chico hijo de padre haitiano y madre puertorriqueña, producto de una familia disfuncional, poseía un talento extraordinario para la pintura, por lo que se pasaba el día y la noche pintarrajeando los vagones del metro de Nueva York y los muros del elegante barrio neoyorquino SoHo. Hasta que finalmente fue aceptado por los críticos más refinados en la pintura, y Basquiat pudo exponer en forma individual, hasta 40 exposiciones, tanto en Estados Unidos como en Europa, sobre todo en París. De la miseria más terible escaló hasta la cima más alta de la fama y el dinero.

Basquiat murió tempranamente a los 27 años, debido a una sobredósis de heroína.

Ahora El País nos ofrece un repaso del arte callejero, pero quise rendirle antes un homenaje a ese fabuloso pintor de la calle: Jean Michel Basquiat.

Ha pasado mucho tiempo desde que los chavales del Bronx decidieran arrancar el barrio de sus bisagras y llevárselo a dar una vuelta por Nueva York, para que incluso los que nunca hubieran tenido previsto pasar por allí tuvieran que tragárselo, con sus virtudes y sus defectos.

El método escogido era obvio para los cabezas pensantes de aquel movimiento y absolutamente insólito para el resto del mundo: el grafiti.

En realidad, el nombre no tenía nada de estadounidense, ni por supuesto de rebelde: era la palabra latina que definía el dibujo realizado normalmente en una superficie dura, como una piedra. Además, no solo acabó llegando a los atónitos ojos de los neoyorquinos y a los del resto de estadounidenses, sino que se esparció por el mundo en el tiempo que uno tarda en contar hasta dos.

Lo que se consideraba transgresor, hoy se vigila con lupa por los agentes del mercado
Para Carlo McCormick, autor del excelente libro Trespass (Editorial Taschen, 2010), el uso de un concepto como este (el grafiti) tenía mucho que ver con la relación de los artistas con el adoquín, con las paredes, con el metal que les rodeaba.

Para McCormick, el arte urbano tiene que ver con la conquista del espacio callejero, la necesidad de apoderarse de un entorno que nos ha sido robado por la publicidad, las grandes marcas y el mobiliario urbano.

Las calles han sido tomadas por multinacionales que transmiten sus mensajes regularmente y por medio de automatismos. El grafitero rompe ese circulo vicioso utilizando métodos tan rústicos como un spray y reclama la pertenencia de ese universo de cemento a un colectivo distinto, al que le importan un pito los mensajes emitidos por el gran hermano: es finalmente un folio en blanco que puede ser usado hasta la extenuación sin repetirse nunca, en perpetua reivindicación.

No ha sido hasta mucho después, a principios de la década de los noventa, cuando el artista urbano (trascendido ya el mundo del grafiti para reinventarse constantemente en busca de una huella más profunda y duradera) ha empezado a convertirse en parte de ese -odiado mundo exterior, canibalizado por un sistema capaz de utilizar la rebeldía como una parte más de su engranaje.

Así pues, lo que un día fue un subsuelo hermético e irreconocible, solo frecuentado por aquellos que lo practicaban y no apto para curiosos, es ahora carne de colección, y muchos de los que fueron pioneros en el arte de apropiarse de paredes, calles y callejones disputan ahora una batalla absolutamente distinta en las paredes de los museos.

"El street-art no es como otros movimientos artísticos, no recibe subvenciones, ni está patrocinado por ricos. Por eso sería una vergüenza que acabara como cualquier otro arte: atrapado en las vitrinas de un museo o en las paredes de las casas de los que nunca tendrán problemas de dinero".

El que se expresa de esa manera no es un cualquiera, se trata del mismísimo Banksy, que tras meses de persecuciones ha accedido a responder algunas preguntas para El País Semanal. El artista de Bristol, faltaría más, no permitió que ningún periodista viajara hasta el Reino Unido para hablar con él, sino que respondió vía correo electrónico a las preguntas.

El inglés es -sin ninguna duda el rey del arte urbano y el secreto mejor guardado de un mundillo que genera millones de dólares gracias a la obsesión de un buen número de coleccionistas que pasan de Damien Hirst a Banksy sin solución de continuidad.

"No creo que el arte sea nada especial, es, simplemente, una parte más de la industria del entretenimiento. Además, demasiado arte es exclusivo y deliberadamente difícil de comprender, ya sea expresionismo abstracto o grafiti ilegible al estilo salvaje", reflexiona el británico.

Banksy se hizo famoso por sus stencils (plantillas), que empezaron a aparecer como moscas a principios de los noventa. La historia dice que el artista se unió a algunos colegas en el Londres de finales de los años ochenta para bombardear la ciudad desde sus entrañas, dejando el metro forrado de pintadas que reivindicaban un mundo distinto, menos encorsetado... o al menos esa era la idea.

Banksy pronto optó por la rama más política del arte urbano, un arte en constante interacción con la sociedad que trata de establecer un diálogo con la misma. De hecho, sus acciones más salvajes han tenido que ver con sus asaltos a la Tate Modern de Londres, donde colgaba sus propios cuadros en galerías sumando al visitante en el desconcierto, o su publicitado incidente en Disneylandia, donde dejó un muñeco ataviado como un prisionero de Guantánamo en uno de los lugares más transitados por los visitantes.

En 2005 se atrevió con uno de los últimos símbolos del encarnizamiento de la situación en Gaza y Cisjordania: el famoso muro de la vergüenza, una gigantesca estructura que envuelve a palestinos con paredes de hasta ocho metros de altura. Banksy dejó su marca en el muro con un sinfín de pintadas de carácter militante donde no dejaba títere con cabeza y que algunos radicales en Israel consideraron casi una declaración de guerra: "No sé si es posible ser 'un artista político', el arte requiere tanto ego y egoísmo, que, finalmente, se convierte en una carrera que a los que realmente atrae es a los gilipollas.

Las ditirámbicas reflexiones de Banksy sobre el arte le han convertido en un tipo incómodo, rico, pero incómodo. Lo curioso es que su invisibilidad -nadie sabe realmente si su biografía es un invento, si realmente nació en Bristol o si es uno o son varios tipos ha conseguido que su reputación sea del tamaño de la India.

Su primera exposición en Los Ángeles, sin ir más lejos, se convirtió en la mayor concentración de famosos jamás vista en un evento en un barrio de clase media de la ciudad californiana: Brad Pitt, Angelina Jolie, Jude Law o Robert Downey Jr. se dejaron caer por allí con la chequera y el bolígrafo, y Banksy se trajo un elefante (uno de verdad, se entiende). Todo fue cubierto por algunos de los medios de comunicación más grandes del mundo, a los que hasta hace 30 segundos les importaba bien poco el arte urbano y cuyos espectadores consideraban a los integrantes del movimiento grafitero como simples degenerados, enemigos del orden y la limpieza.

De todo eso y más habla el último proyecto de Banksy, que ha despertado no poca controversia a uno y otro lado del Atlántico. Se trata de Exit through the gift shop, un documental.

El documental cuenta la historia de Thierry Guetta, una especie de obseso francés que graba todo lo que hace (por pura necesidad, sin ninguna finalidad artística) hasta que entra en contacto con el arte urbano a través de su primo, el célebre Space Invader. Eso le conduce de genio en genio hasta Banksy, quien le sugiere tomar un camino distinto y convertirse en artista, quizá para quitárselo de encima, quizá para ejercer de doctor Frankenstein.

Exit throught the gift shop hace una referencia poco velada a esta táctica de los museos de hacer salir al visitante por su tienda de regalos, una táctica que podría parecer correcta para un supermercado, pero que resulta de dudosa ética para un refugio del arte.

Sea como fuere, la situación del street-art hoy en día tiene pocas diferencias con lo que se vive en otras manifestaciones artísticas: la tentación vive arriba. Lo que en otros tiempos se consideraba transgresor se vigila ahora con lupa por parte de los grandes agentes del mercado.

Todas las agencias de publicidad del mundo saben que trabajar con un artista de calle significa ganar notoriedad y prestigio, y a los voluntarios no les falta trabajo. Para aquellos que viven al margen de recompensas y lealtades ficticias, la historia es totalmente distinta: algunos han empezado a mostrar su rabia tachando a Banksy y compañía de vendidos y reivindicando una vuelta a los orígenes, al trabajo de pico y pala.

El de Bristol, por su lado, responde a su manera: "¿Sabes? Pintar grafiti es una actividad muy peligrosa, trabajas de noche, rodeado de borrachos, guardias de seguridad y el constante pensamiento de no saber lo que estará haciendo tu novia en aquel momento... es peligroso, muy peligroso".

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