Haití ocupa en todo el mundo los últimos sitios de cualquier indicador social, económico y cultural. Es el sinónimo de la extrema pobreza y marginalidad,por excelencia.
Sobre los haitianos se ensaña no solo la naturaleza, terremotos y huracanes, si no también el injusto sistema socioeconómico actual.
Dominic sabe contar su tragedia en cuatro idiomas. Uno por cada episodio: el terremoto que arrasó Haití en enero, el huracán y la epidemia de cólera que estallaron en noviembre, y los muertos y los heridos de esta semana en las manifestaciones contra los soldados de Naciones Unidas desplegados en el país caribeño.
Es la única forma de sobrevivir en Haití, dice: conocer muchas lenguas y trabajar para los que vienen del extranjero a mirar o a ayudar. Todos los días son trágicos en Haití, pero los que Dominic añora son los días del terremoto -cuando perdió su casa, a algunos familiares y el pie derecho de su esposa-. Los extraña porque nunca, como entonces, el mundo se volvió a mirarles.
La epidemia ya se ha extendido a siete de los diez departamentos
Con el cólera no ha sido lo mismo. Falta ayuda en el envío de agua potable, faltan medidas sanitarias por parte del Gobierno para frenar la epidemia y sobran los muertos, que hasta ayer sumaban 1.110: 729 que han fallecido en los hospitales y 381 que han caído en los refugios o en cualquier parte.
Poco a poco la enfermedad ha ido ganando terreno desde las regiones del norte hacia la capital del país: de los 10 departamentos que conforman Haití, solo tres no han reportado muertes por esta causa. Pero, dadas las condiciones, se espera que el número de contagios crezca aún más. Entre otros motivos, como ha destacado el Centro de Enfermedades Infecciosas de Atlanta (EE UU), porque no se registraban casos de cólera desde hace más de un siglo, y la población no está inmunizada.
Al menos en el lugar donde solía estar el parque Shanmas, que está ahora cubierto de miles de tiendas de campaña, el agua les llega en un camión cisterna, una vez por día. A esa hora salen de los refugios decenas de niños y mujeres a llenar baldes y botellas. El agua que queda, la que no pueden llevar consigo, es almacenada en una gran bolsa amarilla, tendida en el suelo. A tres metros corren las aguas negras, los restos del almuerzo, el olor a orina.
Del origen de la epidemia, la Misión para la Estabilización de Haití (Minustah) prefiere no hablar ahora. Los haitianos comienzan a sospechar, sin embargo, que la cepa la han traído las tropas nepalíes, a quienes también atribuyen la contaminación del río Mirbalais, que surte de agua a algunas poblaciones del norte del país.
Por esa sospecha ya han muerto tres personas por disparos en medio de las protestas contra la Minustah que se han organizado al norte del país: una cayó en el Quartier Morin, cercano a un aeropuerto de la ONU; y dos en Cabo Haitiano, a 130 kilómetros al norte de Puerto Príncipe, donde funciona una base de cascos azules chilenos.
Las protestas del interior del país, que la ONU y el Gobierno atribuyen a grupos interesados en que se cancelen las elecciones presidenciales del próximo día 28, tuvieron ayer su réplica en la capital.
Un centenar de manifestantes acudieron a la sede del Ministerio de Sanidad para pedir la renuncia de la ministra, y a medida que marchaban por las calles derruidas del centro, fueron creciendo en número. Cuando se dirigían a la sede de la Minustah, la policía los dispersó con gases lacrimógenos. Los manifestantes respondieron con el lanzamiento de piedras y botellas.
Dosue Merilien, profesor de filosofía en la Universidad Estatal de Haití, decía ser el líder de la protesta, que según él contaba con el apoyo de sindicatos de maestros, estudiantes universitarios y organizaciones populares y el mismo movimiento que se ha manifestado contra la Minustah en el interior del país.
Ayer, justamente, Haití celebraba un año más de su independencia, que, para Merilien, era el día ideal para protestar: "Hoy es un día histórico en el que combatimos contra los soldados franceses. Ahora queremos que se vaya la ministra y que se vaya la misión de la ONU", decía.
Con Merilien al frente, los manifestantes rodearon los refugios del parque Shanmas. Cruzaron frente al derruido Palacio de Gobierno: tal vez la única calle de Puerto Príncipe libre de basura y del almizcle que dejan los orines. Luego la policía haitiana comenzó a lanzar gases lacrimógenos, que fueron a parar a los refugios.
Unas tres horas más tarde, la protesta se fue diluyendo en pequeños enjambres de personas que incendiaban llantas o pintaban cuernos a los carteles de Jude Celestin, yerno del primer ministro, René Préval, y candidato favorito en las elecciones de la semana próxima.
Después el centro volvió a la normalidad: a la venta de whisky a 50 gourdes (1 dólar) la botella en las esquinas del parque; a la oferta de todo tipo de ropa de segunda mano, enviada desde EE UU; a las furgonetas coloridas, llamadas top-top, repletas de gente que va o regresa de ningún trabajo; a las comparsas de simpatizantes de un partido u otro que corren espasmódicamente por las calles, haciendo campaña por sus candidatos.
Así hasta que hoy, tal vez, ocurra una nueva protesta o una vieja tragedia para contarle al mundo.
Sin duda, el mundo entero se olvidó de la tragedia de HAITÍ.
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