domingo, 14 de noviembre de 2010

Somos lo que comemos.

Somos lo que comemos, es lo que nos da la identidad más significativa a los miembros de cualquier comunidad étnica del mundo. Para los millones de migrantes que habitan en otros sitios lejanos a sus tierras de origen, la comida es el vículo fundamental con sus culturas. El País nos ofrece el siguiente panorama. en boca del famoso chef Ferran Adriá sabremos qué es el acto de comer.

Comer supone supervivencia. Comer bien nos proporciona placer. La comida, según de dónde vengamos, cómo la cocinemos, qué sabores nos seduzcan o nos transporten a ciertas sensaciones, viene a ser nuestra identidad.

La globalización no ha cambiado el espíritu de la gastronomía. Globalización en la cocina ha existido siempre.

Durante años he pensado que la gastronomía debía ser impartida en las escuelas como una asignatura. Ahora he cambiado de opinión. Creo que debe formar parte de los estudios serios de cualquier país que se precie, pero de manera transversal. La comida como otro lugar a explorar en la geografía, en la historia, la literatura, la ciencia, la filosofía... Resulta un vehículo fascinante para aprender todas esas asignaturas y para enseñarlas también.

En eso tenemos la suerte de contar cada vez con una mayor concienciación de su importancia por parte del profesorado. El salto en 10 años ha sido fundamental en este aspecto. Pero los cocineros tenemos una parte de responsabilidad crucial en lo que damos de comer. Aunque aún más en lo que enseñamos en nuestros discursos culinarios. Primero debemos ser conscientes de que habitamos un mundo donde impera una contradicción importante, la gran paradoja de nuestro tiempo: cientos de millones de personas padecen hambre y una cantidad en aumento de gente tiene sobrepeso.

El equilibrio es la salida. Tampoco hay que olvidar que la gran mayoría de los países de Europa venimos de la escasez, que nuestros abuelos han padecido penurias, desgracias, estrecheces, y que en ese viaje de décadas hacia la abundancia, en muchos casos, se ha tendido a lo que podemos considerar, irónicamente, un contrapeso: el del derroche.

Quizás el siglo XXI sea en este sentido el del equilibrio, el de la medida, el de la reordenación de cierta lógica que debemos empezar a aplicar.

La gastronomía nos fascina. ¿Por qué? Todavía no me explico en toda su amplitud el fenómeno. Sé que tiene que ver con nuestra búsqueda del placer, con que, bien o mal, todo el mundo entiende del asunto. Quienes por fortuna formamos parte de un lugar en el que podemos presumir de comer al menos tres veces al día estamos capacitados para dar una opinión. Por eso, por ser una actividad, una necesidad diaria, devoramos todo lo que tenga que ver con la gastronomía.

A eso se une nuestra curiosidad innata. Y esa curiosidad en el mundo de hoy, donde en cualquier calle de Madrid, Barcelona, Londres, París o Nueva York podemos desayunar como un europeo, comer como un oriental y cenar como un árabe, abre nuestras fronteras sensitivas, nuestras puertas a nuevos sabores, nuevas sensaciones. La mezcla de curiosidad, necesidad y oferta multiplica por millones el fenómeno.

Aun así, admito, hay muchas claves que se me escapan. También me enfrento a diario a ciertos aspectos y lugares comunes que me sacan de quicio. Yo no sé mucho de cocina, simplemente un poco más que alguien medio porque me dedico a ello. Pero sí conozco lo suficiente para no dejarme impresionar por ciertos discursos.

La globalización, por ejemplo, no ha cambiado el espíritu de la gastronomía. Globalización en la cocina ha existido siempre. "Naranjas de la China", no es una expresión humorística. Es literal. El tomate y el azúcar son globales. Lo mismo que el descubrimiento de América cambió nuestras costumbres en Europa o los viajes de Marco Polo sirvieron para acercarnos alimentos básicos, especias y técnicas, pensar que la globalización nos ha descubierto grandes cosas no es tan cierto.

La cocina, repito, lleva siglos globalizada. Otra cuestión es el aprendizaje, o por qué no, el morbo, querer indagar lo que nos suscitan ciertas maneras de afrontar la relación de otras culturas con la alimentación que nos fascinan.

Hay costumbres que sí fluctúan en la historia. Algún ejemplo curioso es el hábito de comer con las manos. En España no nos resulta muy ajeno porque la influencia árabe lo impuso. No de manera general como se hace en países árabes o en India, pero sí con la venia para muchos alimentos. Es algo que en los últimos siglos había sido mal visto en los restaurantes occidentales, donde se impuso la cubertería como un corsé. Sobre todo los de lujo. Desde hace años, algunos nos hemos empeñado en reestablecer el contacto directo con el alimento, sin los cubiertos como intermediario.

Son tabús que necesitamos revisar. La comida en sí no es mala, ni rara. Somos nosotros, la gente, la que encontramos esas rarezas que otros no ven por educación, por bagaje cultural o por razones genéticas. El conejo no se come en Estados Unidos, lo mismo que en China, Japón, el sureste asiático y el África Central el pan y el vino casi no se contemplan. La cultura del té y del café marca diferencias en los ritmos vitales.

Vivimos en una parte del mundo, que afortunadamente, no aplica demasiadas restricciones religiosas. Comparado con árabes o musulmanes, los que hemos sido criados en la cultura cristiana, apenas sufrimos prohibiciones más allá del ayuno puntual y las vigilias. Solo cada uno de nosotros, con prejuicios generalmente absurdos, nos las imponemos. Son barreras interiores.

El principal tabú de la cocina es el hambre y eso necesita el combate y la concienciación de Gobiernos, ciudadanos, instituciones. Otro, la salud como enemiga del placer. Coincido con mi amigo Valentí Fuster, junto a quien he colaborado en la elaboración del libro La cocina de la salud, en que no debe haber prohibiciones. Que cada uno de nosotros debe emprender un camino responsable y de conciencia para hacer compatible el disfrute y la buena forma y que la cotidiana conquista de la voluntad nos lleva a conquistar grandes logros.

No es importante la cantidad de calorías que uno ingiere. Lo crucial es quemarlas. Probablemente la pirámide prioridades esté invertida y no debamos confundir lo que nos gusta con lo que nos conviene. Tampoco pensar que lo bueno es sano y viceversa. Porque lo bueno es un concepto siempre subjetivo. Si el ejercicio se impone como una rutina podemos tender la mano al placer.

¿Comemos lo que nos conviene? ¿Nos gusta lo mismo que cuadra bien con nuestras necesidades y nuestro cuidado? Si nos hacemos esas preguntas diariamente estaremos más cerca de ese equilibrio deseado. Aprovechemos para responder a esas preguntas el conocimiento del que podemos disfrutar hoy. ¿Por qué alimentarnos en la actualidad incorrectamente si sabemos más que nunca lo que nos sienta bien o mal? ¿Y los excesos? Sean bienvenidos de vez en cuando. Con 30 excesos al año, nos sobran 335 días para cuidarnos. Una más que decente y aceptable cuota de placer: el 10 de nuestro curso vital anual. ¿Por qué despreciarlo?

Solo la cultura y, en estos tiempos, la sofisticación, han transmutado la gastronomía de ser una necesidad en un puro placer. Mi oficio consiste en eso, en proporcionar placer. Comer y respirar son las actividades diarias que el hombre necesita para subsistir. Pero convertir eso en arte o en vanguardia es otro asunto. En elBulli nos propusimos siempre una ecuación difícil: tratar de mezclar vanguardia con felicidad. Cuando los dos elementos concuerdan es fácil adivinar el resultado. Está marcado en la cara de la gente cuando responden a la pregunta que suelo hacerles: "¿Lo habéis pasado bien?". Si responden sonriendo, hemos cumplido.

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