No existe el amor como lo vivimos, sino la búsqueda del amor, y esa exploración es la que nos hace más humanos. Hoy el mundo sigue necesitando de los auténticos buscadores de afecto, aquellos que están siempre dispuestos a compartir lo que tienen y lo que son, así como a perseverar en hacer más efectivos los derechos humanos.
La familia humana sigue y prosigue desmembrada. La cercanía de los corazones es lo que acorta las distancias realmente. Esta globalización amorosa todavía está muy distante y es muy distinta ante la multiplicidad de culturas que visten el planeta.
Por esa ausencia de amor verdadero, las personas son reducidas a la mínima expresión, a nada, a su cartera y a su poder. El amor se reduce a sexo. La familia se reduce a un contrato. La vida se reduce a un presente. Los derechos se reducen a intereses de productividad. Hasta la mismísima procreación de la especie puede llegar a ser más fruto de laboratorio que del amor.
También el conocimiento se reduce a sensaciones que para nada nos ayudan a vivir, sino más bien a disfrutar irresponsablemente. En ocasiones, ya nada es lo que es, inclusive el propio sentido común que ha dejado de contar con la razón humana. Cuánto desamor esparcido por las calles del mundo y cuánto desagradecido vierte un infierno a su paso. Nada hay más injusto que buscar amor donde no se halla.
Los buscadores de amor lo encuentran porque ellos mismos viven con el amor. Son el amor desnudo de ideologías. Son el amor sin condiciones ni condicionantes. Establecen relaciones desinteresadas y la gratuidad es el valor supremo, más que cualquier valor y valía económica.
Para satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las del futuro para atender sus propias necesidades, supone más que un equilibrio entre el crecimiento económico, las necesidades sociales y la presión sobre el medio ambiente, ensanchar el amor, aquel que lo toma todo, porque también todo lo da.
Ofrecen, con sus actitudes desprendidas, liberación a los seres humanos y propician el disfrute de la libertad de pensamiento. Realmente nos hace falta promover un progreso desde la proximidad entre las naciones. Pero siempre falla lo mismo, los Estados no se entienden, porque las personas pasan del sentido de armonía. De hecho, la concordia, indiscutible árbol del bosque social, debiera ser un imperativo irrenunciable en la vida de cada país, en la cotidianidad de la vida de todos los pueblos del planeta.
Una vez aceptada la realidad de que todos somos ciudadanos con derecho a ser considerados persona y con deberes respecto a la comunidad, en la que hemos optado libremente vivir, podremos consiguientemente modelar nuestras conductas en la vida, en la perspectiva de la solidaridad que a todos nos hace una misma cosa. Conseguirlo es fácil y difícil. Sólo con amor es posible llevar a buen término este sueño.
Fracasan las ilusiones porque tal vez quiebra el empeño. A los hechos me remito. Una semana sí y otra también, hay conferencias y cumbres internacionales por doquier parte del mundo. Algunas no pasan del aburrimiento, de ser más de lo mismo, o sea, de no llegar a ningún acuerdo.
Los legítimos buscadores de amor no tardarían en abrazarse. Ellos no tienen intereses en juego como sí tienen los Estados. A veces, o casi siempre, mezquinamente, porque un acuerdo climático global a todos nos afecta, no en vano la meta es evitar que el siglo termine como una caldereta de fuego. Lo mismo sucede con los objetivos de erradicar la pobreza extrema y el hambre, de hacer realidad la educación en todo el mundo, la igualdad entre los géneros, reducir la mortalidad de los niños, mejorar la salud materna, combatir el VIH/ SIDA...
La verdad que cuesta entender la dejadez de aliarse por estas causas, a las que ningún país debe prestar oídos sordos o mirar hacia otro lado. No es posible ninguna alianza mundial bajo estos signos de desigualdades y de crueldades consentidas. No carguemos la culpa a la actual crisis económica y financiera, bajo los ojos del amor todo se parte y se comparte. Esa es la medida justa. Podemos estar comprometidos en esto o en aquello, pero cuando el amor no activa los corazones, la pasividad es el único valor en alza y la sumisión raya todo los servilismos.
Nos hemos labrado tantas guerras injustas que los labios han perdido el color de la sonrisa. Es despreciable que un país tenga que someterse a otro país. Es indigno que un ser humano no conozca más que el sufrimiento. Hemos tallado un planeta de vencedores y vencidos en un mundo de nadie.
Si acaso, por lo único que hay que dejarse vencer es por la veracidad. Cuando en verdad se habla de derechos humanos ha llegado el momento de tener el valor de decir la verdad, como la portan los genuinos buscadores de amor con su donación. El mundo precisa no domadores, sino hombres que se donen en cuerpo y alma, que cautivados por el amor, aman sin medida, porque se ocupan y se preocupan por el bien común.
Es el momento de retar a la ciudadanía del mundo, o sea a todos, a que pensemos en las consecuencias de nuestras acciones. "Nuestras acciones hablan sobre nosotros tanto como nosotros sobre ellas", dijo la novelista británica George Eliot. Por muchos convenios que firmemos para recuperar el diálogo, el ambiente va a seguir degradado e imposible, porque hay cuestiones que son propias del principio de la amorosa educación: predicar con el ejemplo.
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