lunes, 8 de noviembre de 2010

La posmodernidad y la Fe.

En la era de la posmodernidad los asuntos de la fe van en declive, según Joana Bonet, quien nos ofrece este panorama de la visita del Papa a Barcelona.

No sólo los ni-ni son descreídos. El papa Benedicto XVI visita España cuando, por primera vez en su historia, la mitad de los jóvenes entre 15 y 29 años no se considera creyente.

Mientras aceleraba la economía, los nacidos en plena burbuja inmobiliaria desaceleraban su fe y dimitían de varios propósitos, entre ellos, la idea de Dios. El choque entre cielo y tierra en asuntos sobre todo relacionados con el sexo –desde el uso del preservativo hasta la pederastia– ha contribuido a alimentar el laicismo al mismo ritmo que los movimientos conservadores han ido ganando músculo. Desafección política, religiosa e intelectual.

Si se agita en la coctelera, el resultado es la nada. Esa nada para la cual se presentan múltiples panaceas que ofrecen una gratificación instantánea; se anuncia el fin de la meritocracia, se exalta la popularidad y no se toleran ni la frustración ni el sacrificio. Los guardianes de los valores no esconden su desconcierto.

El catolicismo, como elemento troncal que definía la cultura española, se ha ido diluyendo a pesar de que la palabra "identidad", más abierta y también más vacía, es pronunciada diariamente en la aldea global. Ni la biblioteca de Alejandría, ni la filosofía de Nietzsche, ni el marxismo, ni tan siquiera el psicoanálisis o la posmodernidad han sido tan cruentos enemigos de la fe como el discreto desencanto de la burguesía.

El Papa ha comparado la actual secularización con el anticlericalismo de 1930. Pero entonces el mundo aún estaba dispuesto a continuar ese viaje que había empezado en Ítaca y debía concluir en Utopía. No es casual que una de las palabras más repetidas por el Papa en su visita a Barcelona fuera "belleza". Una emoción. La pronunció con la zeta italiana, vibrante y fragorosa, y la asoció a otras palabras nobles como fe, esperanza y libertad.


Ratzinger es un teólogo sobrio que ha intentado acercarse al pueblo: ha cambiado su forma de saludar –moviendo los dedos, lejos de la rigidez de antaño– y ya conoce el valor de la sonrisa. En los últimos años ha abierto las puertas del Vaticano a más mujeres –a pesar de que no pasen del escalafón de subsecretaria– y ha tomado importantes iniciativas como la de investigar los delitos cometidos por el fundador de los Legionarios de Cristo y pedir perdón por los graves casos de pederastia relacionados con la Iglesia.

Su misión consiste en reavivar la llama de ese intangible llamado fe. Una suerte para aquellos que, cuando oscurece, mantienen una luz encendida. Pero una quimera para quienes no han podido superar, como él mismo recordó ayer en su homilía, la escisión entre la conciencia humana y la conciencia cristiana. Pero la frontera entre creyentes y descreídos no es tan significativa cuando el objetivo, más allá del apostolado, consiste en reponer ese bien que les ha sido hurtado a quienes más sufren, venga de donde venga: el amor.

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