Por Guy Adams
Las últimas palabras públicas de Elizabeth Taylor fueron compartidas con los 322 mil fanáticos que seguían sus ocasionales pronunciamientos en Twitter. “¡Acaba de salir mi entrevista en Bazaar con Kim Kardashian!!!”, anunció, con un link al artículo de una revista en el que resumió así su vida y tiempos: “Nunca planeé adquirir un montón de joyas y de maridos. A mí la vida simplemente me ocurrió, como a cualquier persona”.
Fue una de esas breves declaraciones típicamente espléndidas de una mujer cuya muerte, ocurrida este miércoles a la edad de 79 años, pone fin a una de las carreras más fabulosas de Hollywood. Durante casi siete décadas Elizabeth fue una joya de la corona de la cultura popular. Estelarizó 50 películas, ganó dos Óscares, se casó ocho veces con siete hombres, soportó devastadoras enfermedad y tragedias personales, y fue tan fotografiada como ninguna otra mujer en vida. Fue, si se quiere decirlo así, la celebridad de las celebridades.
Doctores del Centro Médico Cedars Sinai, en Beverly Hills, Los Ángeles, informaron que Elizabeth (quien tenía el título de “dama” en su natal Inglaterra) falleció en las primeras horas de la mañana, de una falla cardiaca congénita, luego de ser ingresada en la institución el mes pasado para tenerla en “observación”. Pasó sus horas finales en compañía de sus cuatro hijos: Michael Wilding, Christopher Wilding, Liza Todd y Maria Burton.
“Mi madre fue una mujer extraordinaria que vivió al máximo, con gran pasión, humor y amor –expresó Michael en un comunicado–. Aunque su pérdida es devastadora para quienes estuvimos cerca de ella y la amábamos, siempre nos sentiremos inspirados por su perdurable contribución a nuestro mundo. Sabemos, sencillamente, que el mundo es un mejor lugar porque mamá vivió en él.”
La historia registrará que Elizabeth Rosemond Taylor fue una famosa estrella de cine. Pero, en verdad, su papel en la cultura popular llegó mucho más allá. Fue una niña estrella que floreció para ser una de las últimas grandes sirenas de la pantalla, y su fama perduró a pesar de que los trabajos en el cine decrecieron. En años recientes tuvo segundas carreras como vendedora de perfumes e incansable activista por los derechos de los gays y para crear conciencia sobre el sida.
La relación de Taylor con Richard Burton –con quien se casó y divorció dos veces– fue, por supuesto, una de las aventuras románticas más fascinantes de la cultura de las celebridades (en algún momento la pareja fue acusada por el Vaticano de “vagabundeo erótico”). Pero fue sólo uno de los muchos regalos que la tumultuosa vida amorosa de la actriz obsequió a los redactores de encabezados. Ella lo describió así una vez: “Soy una esposa muy dedicada. Y debo serlo, puesto que me he casado tantas veces”.
Cuando Taylor no estaba llenando espacio en las columnas de chismes con sus relaciones románticas, los fanáticos seguían sus muchas otras luchas personales. Combatió la adicción al alcohol y las drogas y a una variedad de enfermedades crónicas que la hicieron someterse a 30 cirugías y pasar sus días finales en silla de ruedas, debido a la osteoporosis. Un problema de sobrepeso que la acompañó toda la vida también dio material a los tabloides.
La fama, y con ella la gran fortuna (se calcula que al momento de su muerte poseía bienes por 600 millones de dólares), siempre parecieron llegarle con facilidad. Aunque nació en el exclusivo distrito londinense de Hampstead, en 1932, fue criada en Hollywood por padres ambiciosos que la animaron a hacer carrera en los espectáculos. Luego de un par de papeles en películas de Lassie tuvo su primer gran éxito a la edad de 12 años con National Velvet, clásico infantil de 1944 sobre una chica que gana un caballo en una rifa y lo adiestra para la famosa carrera Grand National.
El público se vio impactado tanto por su prístina belleza como por su actuación. “Me da la impresión, si se me permite una expresión conservadora, de que es arrebatadoramente bella. Y creo que también tiene talento, de alguna clase”, señaló el crítico James Agee en una reseña en The Nation que se cita a menudo. “Ella y la película son maravillosas, y no sé ni me importa si sabe actuar o no.”
En la década siguiente maduró en una de las grandes estrellas de la pantalla. En una de las carreras más consistentes en la historia de Hollywood, Taylor se contó entre las 10 actrices más taquilleras durante más de 10 años consecutivos.
Puede que el jurado siga deliberando sobre la verdadera extensión de su capacidad histriónica, pero hay pocas dudas de que de cuando en cuando Elizabeth tuvo grandes aciertos. Su interpretación de Maggie en Cat on a Hot Tin Roof (Un gato en el tejado caliente) le mereció una postulación al Óscar en 1958, y en 1961 se le concedió el premio a la mejor actriz por un papel de call girl en Butterfield 8.
Tal vez su mejor desempeño llegó cinco años después, cuando obtuvo un segundo Óscar por ¿Quién teme a Virginia Woolf?, película para lo cual tuvo que subir 10 kilos y llevar una peluca plateada en su papel de Martha, la protagonista principal femenina, malhablada, degradada por el alcohol y sexualmente acosadora. Algunos dijeron, con cierta crueldad, que era una parte hecha a su medida.
Sin embargo, su papel definitorio fue su propia vida: la hermosa y atribulada estrella de Hollywood cuyo hábito de saltar de un matrimonio a otro se añadió a una colección de joyas digna de un marajá.
Entre sus maridos estuvieron el magnate hotelero Conrad Hilton, con quien se casó a los 18 años y se divorció seis meses después; el productor fílmico Michael Todd, quien murió en un accidente aéreo, el senador estadunidense John Warner y un fornido trabajador de la construcción llamado Larry Fortensky, a quien conoció cuando estaba en rehabilitación.
En sus últimos años se atrevía a plantarse frente a los reflectores haciendo apariciones ocasionales, en silla de ruedas, en las pistas de baile de los clubes nocturnos gays de Manhattan. Incluso tuvo un papel fugaz en Los Simpson. En su funeral, programado para este viernes, los dolientes recordarán sin duda la frase que alguna vez dijo a un entrevistador que debería ser su epitafio: “Aquí yace Elizabeth. Detestaba que le dijeran Liz. Pero vivió”.
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