La hora del lobo
Federico Campbell
El factor sonorense
En casos como el del asesinato político se impone más que en otros la necesidad de discernir y establecer la verdad de manera verosímil. Hay varias maneras de decirla, según Bertolt Brecht, y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces. Muy otros son los caminos por los que se va la literatura, el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad.
Porque la verdad jurídica —sobre todo en México donde el sistema de justicia siempre está bajo sospecha—, muchas veces no logra convencer a nadie, tal y como lo indica la estela de incertidumbre que desde el 24 de marzo de 1994 dejó el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Al fin y al cabo, tarde o temprano, la verdad por sí misma enseña y sale a flote. Hubo que esperar por lo menos cincuenta años para saber que el presidente Calles y su cómplice Álvaro Obregón mandaron matar en 1927 al general Francisco Serrano en Huzilac, Morelos.
A casi veinte años de distancia, y leída desde una perspectiva que sólo da el paso del tiempo, la “investigación especial” que encargó la presidencia de la República al abogado Luis Raúl González Pérez se demora en minucias, se pone a averiguar todas las hipótesis, se desglosa hasta el último detalle —como quien da explicaciones no solicitadas— en la biografía de algún miembro de la escolta que destinó el Estado Mayor presidencial al escenario del crimen. Sin embargo, la profusión de datos para conseguir verosimilitud no despeja las dudas y algún se verá si fue o no una estupenda, fantástica y monumental operación intelectual de encubrimiento.
Lo que al abogado Ricardo Gibert Herrera lo dejó más perplejo del homicidio fue la circunstancia de la protección. Subcomandante de la policía judicial del Estado en Tijuana años antes y colaborador de la PGR en el momento del crimen, Ricardo Gibert contaba:
“Yo siempre me coordiné con el Estado Mayor Presidencial cuando venía de gira el Presidente. Es algo de rutina que en todas partes hacen las policías del Estado y las municipales. Colaboran con los cuerpos de seguridad que vienen de México. Lo hice muchas veces. Y me di cuenta del rigor, la disciplina, la preparación técnica y militar de lo que es una escolta. Es un grupo entrenado, dispuesto a morir, como la escolta de le guerrilla colombiana, o de Al Fatah o del Mosaad. Tienen el mismo nivel y nadie, óyelo bien, nadie, absolutamente nadie le puede romper el cerco a la escolta. Nadie. Ni una mosca.”
No creen en Sonora que a Colosio le faltara el temple de los zorros, no creen que estuviera deprimido, no creen que se haya asustado, no creen que se hubiera fracturado por dentro. Sienten que el fulminante golpe vino de las instancias más altas del poder. Creen que salvó la estirpe de los sonorenses, que sacó la casta, que se opuso, que dijo que no. Se le salió lo sonorense cuando Pastor y Doberman le plantearon que debía renunciar a la candidatura presidencial.
—Siempre no —le dijeron.
—Pues yo no renuncio —les dijo Luis Donaldo a los
perros—. Si quieren que yo ya no sea candidato, chíngense. Mátenme entonces. Porque yo no voy a andar por ahí por el mundo como el pendejo al que primero le dijeron que iba a ser presidente y luego le dieron una patada en el culo. Si no quieren, chíngense. Métanse en un lío. Mátenme.
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