Hoy, 8 de marzo, Día Internacional de la mujer, leo en el Times de la India: “Adolescente de catorce años violada y asesinada por una pandilla de jóvenes en Lucknow, Uttar Pradesh… en un lapso de quince días 38 mujeres fueron violadas en esta provincia”.
Y en La Jornada: “La ONU insta a México a tipificar el feminicidio como delito agravado. Estado y sociedad cierran los ojos ante ‘la vergonzosa realidad’ de los maltratos”.
Sigue el Times: “…es imposible negar que la provincia de Uttar Pradesh no puede considerarse un lugar seguro para las mujeres. En 2008 se registraron 3 mil 242 casos de agresiones sexuales”. Y La Jornada: “Diputados de todos lo partidos presentaron en la sesión de hoy (8 de marzo) una iniciativa para definir el feminicidio como la privación de la vida de una mujer por razones de género e impedir que en las investigaciones del Ministerio Público se incorporen elementos de discriminación para descalificar a la víctima, como su forma de estar vestida, ocupación laboral, conducta sexual o relación y parentesco con el agresor”.
En la India, pocos casos de violación, agresiones sexuales y muertes por cuestiones de dote son dados a conocer, los oficiales responsables de las investigaciones deciden cuáles deben registrar y cuáles omitir: “(…) acostumbradas a pensar que son sólo mercancía, aun las mujeres más educadas continúan soportando las atrocidades a las que se las somete, por miedo a denunciarlas; atrapadas entre la tradición y un sistema judicial adverso, son siempre víctimas (…)”
En Varanasi me impactó una hilera de desechos humanos tirados como basura en el costado de una de las principales avenidas de la ciudad: leprosos harapientos y cientos de viudas: en la India hay más de 40 millones de mujeres exiliadas de su comunidad en cuanto mueren sus esposos, despreciadas por su familia, incluyendo a sus propios hijos, quienes, fieles a la tradición, piensan que son las culpables de la muerte de sus maridos, pero la razón principal es económica: se han convertido en una carga para la familia, a pesar de que cuando se casan han aportado una dote, sin la cual no se hubiera realizado la unión, muchas veces la causa de que la familia del marido las violente o las asesine si su familia no cumple con la cantidad estipulada antes del matrimonio.
Aunque la igualdad ante la ley se decretó después de la Independencia, el sistema de castas sigue imperando y dentro de él las viudas ocupan un lugar muy bajo, aun peor que el de los parias, los intocables. Se las abandona a su suerte, se les prohíbe usar joyas, se les obliga a raparse la cabeza, a vestirse de blanco y a abandonar la casa del marido adonde se han trasladado al contraer matrimonio: las mujeres objeto de consumo desechable.
Muchas viudas se refugian en la ciudad de Vrindavan, obligadas a mendigar para poder comer. No es de extrañar entonces que, cuando una mujer decide arrojarse viva en la hoguera donde se consume el cuerpo de su marido, todo el pueblo las venere y las ponga como ejemplo, a pesar de que las leyes han pretendido erradicar esta costumbre conocida como sati.
Uno de los lugares obligados de visita en el Rajastán es el impresionante fuerte de Chitaurghar, iluminado como castillo de Walt Disney. Como es habitual, el guía nos conduce como si fuésemos un rebaño de terneras perseguidas por tábanos y relata la historia del lugar, revistiendo el papel de un juglar; con voz melodramática remata su historia contando la derrota que el último maharajá sufrió ante los musulmanes y cómo después de heroicos combates decide arrojarse a la hoguera antes que entregarse a los enemigos. Una a una todas sus esposas y concubinas van inmolándose con él, y, agrega orgullosamente, “con felicidad”.
La palabra me parece excesiva, pero de inmediato recuerdo la suerte que las viudas corren en esa sociedad y me conformo, quizá sea mejor soportar el suplicio de las llamas que pasar el resto de su existencia mendigando a la intemperie.
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