BORIS IZAGUIRRE
Elizabeth Taylor sostenía un enorme vaso de refresco en una entrevista con Larry King. Ante cada pregunta, Liz acercaba el vaso y sorbía a través de una pajilla, desconcertando al periodista y a la audiencia. King le preguntó cómo describiría lo que sintió por Richard Burton cuando se enamoró de él. Taylor aspiró el interminable refresco. Miró hacia la lejanía y después al entrevistador. "Quería correr descalza, libre en la extensa, infinita llanura", fue su respuesta.
Liz, Jacqueline y Marilyn hicieron de los sesenta un 'show' sin parangón
El aplauso la hizo pasar de estrella retirada a mujer comprometida
Liz Taylor, Jacqueline Kennedy y Marilyn Monroe son las tres musas esenciales del siglo XX americano. Las tres fueron retratadas por Andy Warhol, las tres convirtieron la década de los sesenta en un show sin parangón, donde la feminidad se asociaba a la independencia y la incansable lucha para obtenerla en un mundo de hombres. Marilyn convirtió su propia vida en un espectáculo, Liz llevaba varios años nutriendo su filmografía de mejores realidades, Jackie incorporó a su esbeltez la psique de una nación destrozada y las tres entendieron que el pop iba a ser la gran filosofía del futuro.
Todos tenemos una Liz Taylor que amar u odiar. Como hijo de Studio 54, mi Liz es esa, la mujer cuarentona que no se cansa de divertirse y hacer lo que le da la gana. Con cierta displicencia hacia sí misma, que la hizo engordar y llegar a convertirse en un retrato de la exageración, precisamente cuando el mundo parecía entregarse a lo mismo. Hoy ese episodio de su vida se observa como una caída en picado que le permitió renacer al gusto de las sagas que fascinan a los países poderosos.
Después de rehabilitaciones y apoyada en la floreciente cirugía estética de los ochenta, Liz reapareció vestida de amarillo para recoger un Oscar honorario, el tercero de su carrera, delgada y acompañada del desafiante cardado que Juana de Aizpuru incorporó para su look. Nadie ha sido capaz de desafiar la gravedad y la emisión de CO2 como Liz y su pelo.
Nadie como ella para avanzar delante de una nueva generación en el estadio de Wembley, con ocasión de un concierto contra el sida, con el cardado más alto que ella, la chaqueta Versace de lentejuelas, donde se reproducía el warhol de su rostro y sosteniendo un preservativo. El aplauso la hizo pasar de estrella retirada a mujer profesional vinculada a un compromiso.
Siempre se dice que antes de Brangelina, los Beckham, Penélope y Javier, existieron los Burton-Taylor, una de las parejas más fascinantes del siglo pasado. Hizo de ese correr libre, descalza por la infinita llanura, un contenido furioso, vivo, para la incipiente sociedad del espectáculo. Truman Capote los retrató como nadie encerrados en un coche rodeados de fotógrafos y gente enloquecida, mientras ellos mantenían una furibunda discusión, ¡sobre la celebridad!
Ante esa grandiosidad, aburre que la actualidad prefiera parejas empeñadas en reproducirse. Es cierto que los Shakira-Piqué están en esa primera etapa que siempre deseamos eterna. Y que pueda ser irritante asumir que Fran y Belén resulten más herederos del ímpetu de Liz y Burton, enfrascados en rupturas y reencuentros mientras que los Cruz-Bardem optan por rescatar la imperialidad de Richard y Liz. Ni siquiera Carlos y Camila, que el miércoles aterrizan en nuestro reino, pueden adjudicarse la medalla del amor loco. Son más bien reales insignias del amor maduro, siempre sobrevolando obstáculos. Visitan Portugal cuando cae su primer ministro, Marruecos desarrolla una constitución exprés y nosotros medio vemos deshojar la margarita de la sucesión presidencial.
Liz Taylor planificó cada segundo de su vida, menos la vejez. Eso la ha convertido en una reina que se marcha envuelta en respeto pero necesaria de explicar a generaciones futuras. Se dijo lo mismo de Marilyn, que nadie la recordaría tres años después de su muerte, una afortunada equivocación.
Gracias a la elegancia afroamericana de Michelle Obama, siempre más efectiva que la blanda diplomacia de su marido en Chile, Jackie encontró una reencarnación. Liz será ahora, como bien escribiera Almodóvar, Maggie la Gata, recorriendo gustosa la anatomía de Paul Newman en nombre de todos. Pero lo que debe perdurar es esa innata capacidad de ser mujer, jamás dejar de serlo y triunfar una y otra vez en un mundo de hombres.
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