Por José de la Colina
Salvo documentación en contrario, Liz Taylor vivió como quiso, tuvo los hombres que le dio la gana y, en suma, se permitió todo lo que se le antojase.
Había yo comenzado a teclear el cuarto artículo de la serie “El señor del suspense” cuando el teléfono me interrumpió para dispararme la voz de un amigo, un loco de la cinefilia, que me trasmitía la mala noticia en audibles letras mayúsculas:
—¡Liz ha muerto!
Y entonces la voz que despliega el monólogo interior me susurró:
Liz, la de la fotogenia siempre fiel a su muy duradera belleza de rostro oval, de ojos color violeta, de negras y fuertes cejas, de oscura y ondulada cabellera, de portentosas y desafiantes tetas; Liz, adorable ninfeta en el cine de los años cuarenta, enamorada de una perra en Lassie come Home (“La cadena invisible”), y luego de un caballo de carreras ganador del gran Derby en National Velvet (“Fuego de juventud”); Liz, cuya filmografía ya era de más de 70 títulos y aspiraba al infinito; Liz la más bella, lujosa y cara (¡un millón de dólares!) de las muchas inverosímiles Cleopatras en que incurrió el cine; Liz la de los siete matrimonios y los siete divorcios con hombres que en cada ocasión fueron (con rostro y nombre diferentes) el Hombre de Su Vida; Liz la glorificada o denostada como ninfómana por los cronistas lucradores del chisme y el escándalo; Liz la de las reincidentes curas de alcoholismo y las innumerables operaciones quirúrgicas; Liz que abofeteó a la dulzona Debbie Reynolds tras haberle robado el marido, el hoy irrecordable Eddie Fisher; Liz la generosa patrocinadora de humanitarias sociedades anticáncer y antisida; Liz hada madrina de un niño mexicano y del mulato bailarín Michael Jackson; Liz la radiante diva sobreviviente de los años dorados de Hollywood, la diosa del crepuscular Olimpo apodado Star-System…
Liz, es decir con más sílabas: Elizabeth Rosemonde Taylor nacida en Londres, Inglaterra, el 27 de febrero de 1932 y fallecida a los 79 años el 23 de marzo de 2011 en Los Angeles, California, tan cerca de su segunda patria: Hollywood.
El amigo, oyendo mi silencio y quizá creyendo que yo no había oído la negra noticia que acababa de gritarme, la repitió en un estruendoso susurro:
—¡Liz ha muerto!
—En paz descanse —tontamente dije yo.
Desde el otro lado de la línea llegó un intenso silencio (¿de asombro?, ¿de estupor? ¿de indignación?) y luego la voz del amigo, ahora casi iracunda:
—¿Cómo que “en paz descanse”? ¿Eso es lo único que se te ocurre dedicarle a la divina Liz? ¿Ni siquiera un augusto Requiescat in pace? Óyeme, debes escribir acerca de ella, y para este mismo domingo, un artículo muy sentido, o no vuelvo a leerte en la vida… y bien sabes que soy tu único lector.
—No puedo, porque tendría que interrumpir la serie de artículos sobre Hitchcock.
—Pues interrúmpela siquiera por un domingo. Liz se lo merece, ¡y más!
—Eso sería poco periodístico.
—Pues no. Ahora Liz es tema más periodístico que Hitch.
—Es que… ¡de la Taylor ya se ha dicho todo!
—También de Hitch, ¿qué te crees? Pero de Liz no se ha dicho bastante que era (aunque para mí sigue siendo) la más bella y talentosa mujer de todo el cine.
Pensando que el amigo estaba extremando la idolatría, susurré cautamente:
—Muy bella, sí, aunque a mi juicio no en el nivel de Louise Brooks, de Cyd Charisse, de Gene Tierney, de Cate Blanchett, las favoritas de mi feminoteca fílmica. Y no era tan talentosa como ellas, aunque estuvo intensa y emotiva en A place in the sun (Ambiciones que matan), de George Stevens, y en De repente en el verano, de Joseph Mankiewicz, dos de las tres películas —la tercera, Raintree Cuntry (El árbol de la vida), de Edward Dmitryk, era un bodrio— en que la acompañó un talentosísimo y sutil actor: Montgomery Clift.
Aparte de esas afortunadas prestaciones, abundó en melodramas psicologicoides y hasta psiquiatricoides con escenas de histeria o de locura o de ebriedad o de furor sexual, que, por ser fáciles y vistosas, son las más agradecidas por actores y actrices. Y para desatarse en “tormentas de pasión” fue espléndidamente correspondida por su Richard Burton en Cleopatra, en Quién teme a Virginia Woolf, en La fierecilla domada, en ¡Boom!, películas en las que esa pareja estelar transfirió a la pantalla sus vertiginosas broncas hogareñas, su doméstica guerra de egolatrías. Pero, dejando de lado esas escenas de sound and fury en las que fulguraba la pareja de lujosas fieras, Liz era una actriz mediana y, todo hay que decirlo, a veces francamente mala.
—Cada quien su opinión, aunque sea deleznable. Lo que no puedes negar es que Elizabeth Taylor es ya una brillante leyenda del cine.
—Sin duda. Y me simpatizaba porque, salvo documentación en contrario, vivió como quiso, tuvo los hombres que le dio la gana y, en suma, se permitió todo lo que se le antojase. Y siempre recordaré aquel momento de una gata en el tejado caliente (drama muy parlanchín de Tennessee Williams puesto en celuloide por Richard Broks) en que exultaba de sensualidad con el mero gesto de ceñirse una media para incitar a un inexplicablemente desdeñoso Paul Newman.
—Pues tienes que dedicarle a Liz un “inmortal del momento”.
—Aquí está, léelo.
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