Cuando las veía muertas, me decía: ‘Mira qué bien están”
El celador de Olot asegura que mató a 11 ancianos para “ahorrarles sufrimiento”
“Pensé que las ayudaba a morir. Cuando las veía muertas, me decía: ‘Mira qué bien están”. Joan Vila, el celador de Olot (Girona) que reconoció haber matado a nueve ancianas y dos ancianos
—la mayoría con un delicado estado de salud— en la residencia La
Caritat entre agosto de 2009 y octubre de 2010, respondió así el pasado
lunes a la pregunta clave que le lanzó el fiscal, Enrique Barata, en el
primer día del juicio contra uno de los mayores asesinos en serie del
último siglo en España: “¿Qué sentía usted después de darles a las
víctimas lejía, ácido o barbitúricos?”.
El fiscal pide para Vila 194 años de cárcel por 11 delitos de asesinato con alevosía que cometió cuando trabajaba de cuidador, tres de ellos con ensañamiento por el “grave padecimiento” que hizo pasar a sus víctimas.
Espontáneo y hablador —incluso interrumpiendo al fiscal cuando este le hacía una pregunta— el celador no se desmarcó del relato de los hechos construido previamente por su abogado, Carles Monguilod, en la vista que se celebra en la Audiencia Provincial de Girona. “Ahora está arrepentido, pero en el momento él pensaba que lo que hacía estaba bien”, manifestó Monguilod. El letrado solicita para él un máximo de 20 años de libertad vigilada, al considerar que el celador sufría una “alteración psíquica” que le hacía pensar que aquello “estaba moralmente bien”. Varios psicólogos y psiquiatras han sido citados como peritos sobre el estado psicológico de Vila.
Este insistió en que los ancianos —que mató con lejía, ácido, barbitúricos o incluso sobredosis de insulina— estaban “agonizando” y que todo lo que hizo fue para “ahorrarles sufrimiento” y “darles paz”. “No pensé que estaba cometiendo un asesinato”, manifestó. “Yo veía que sufrían y no pensaba nada más”, dijo. “Las quería mucho”, añadió. Sin embargo, algunas de las víctimas, aunque de edad avanzada, gozaban de relativamente buena salud. Una de ellas había celebrado su cumpleaños con familiares el día antes de fallecer, recordó un letrado de la acusación particular.
Con aspecto desmejorado, hinchado y vestido con camisa y pantalón de color gris, el celador reconoció todos los crímenes. Vila era un trabajador estimado en la residencia La Caritat que mantenía un trato cercano con las familias de las víctimas y con los ancianos. Una de ellas —Carme Vilanova— había sido su vecina en la casa donde el celador nació y creció, en Castellfollit de la Roca, un pequeño pueblo de la comarca de La Garrotxa. “¡Pobre!”, repitió Vila en varias ocasiones cuando el fiscal le recordó uno a uno los crímenes. Vila asistió al entierro de dos de las ancianas, a uno de ellos acompañado de su madre.
Los crímenes del celador pasaron inadvertidos hasta octubre de 2010, cuando los médicos que atendieron a una de las víctimas en el hospital Sant Jaume de Olot detectaron unas extrañas quemaduras alrededor de la boca de la mujer, provocadas por un líquido desincrustante que Vila le había obligado a ingerir con una jeringuilla. La víctima era Paquita Gironès, una mujer de 85 años que no podía moverse y con la que el celador no mantenía una buena relación. Jaume Dalmau, uno de los abogados de las familias que ejerce la acusación particular, preguntó a Vila si alguna vez había llegado a golpear a la mujer. “Nunca. Ni a ella ni a nadie”, contestó con tono indignado. Tras reconocer los primeros tres crímenes, Vila admitió semanas después haber acabado con la vida de otros ocho ancianos. Fue cuando el juez de instrucción había ordenado ya exhumar los cuerpos. Por esta confesión, el fiscal ha pedido que se le aplique un atenuante.
El celador se autodefinió como una persona “deprimida” y “obsesiva” que “siempre” había sufrido problemas de autoestima y vivía muy encerrado. Vila estuvo en tratamiento psicológico durante años, pero nunca habló de cuestiones “íntimas” con los distintos terapeutas que le trataron, explicó. Ni siquiera trató con ellos los problemas que, según él, le había acarreado su homosexualidad. El celador se presentó como alguien que no soporta ver el sufrimiento ajeno. Para ello, recordó el caso de una tía suya que enfermó y falleció por un cáncer de mama cuando él era adolescente. “Me entra pánico ver a las personas sufrir”, dijo, aunque no pudo explicar por qué, entonces, era él quien auxiliaba a sus víctimas en la agonía previa a la muerte que él les había provocado. Según el celador, su etapa en la residencia La Caritat fue la más feliz de su vida. Vila recordó cómo compraba esmalte en un bazar y pintaba las uñas a las ancianas. “Me sentía muy querido y valorado”.
“Yo a la Paquita [en referencia a Gironès, de 85 años] la vi sufrir mucho, lo tengo en la cabeza, pero yo no pensaba que yo era el causante, que por mi culpa ella se encontraba de aquella manera”, relató. “Si usted pensaba que lo que hacía estaba bien, ¿por qué lo escondía”, insistió Rafael Verga, abogado de cinco de las familias. “Lo veo todo muy extraño”, acabó reconociendo el celador. Vila tampoco pudo explicar por qué sus métodos se fueron haciendo cada vez más crueles. Si sus primeras víctimas fallecieron con una mezcla de pastillas trituradas, las últimas tres lo hicieron tras ingerir productos tóxicos que les produjeron terribles quemaduras internas. Además, la “trayectoria asesina” del celador —en palabras de un letrado— se fue acelerando. Si entre las primeras muertes pasaron varios meses, las tres últimas se produjeron en menos de una semana. Según Vila, desde que está en la cárcel de Figueres piensa “cada día” en sus tres últimas víctimas, que murieron con gran sufrimiento. Allí le visitan una vez a la semana sus ancianos padres.
El fiscal pide para Vila 194 años de cárcel por 11 delitos de asesinato con alevosía que cometió cuando trabajaba de cuidador, tres de ellos con ensañamiento por el “grave padecimiento” que hizo pasar a sus víctimas.
Espontáneo y hablador —incluso interrumpiendo al fiscal cuando este le hacía una pregunta— el celador no se desmarcó del relato de los hechos construido previamente por su abogado, Carles Monguilod, en la vista que se celebra en la Audiencia Provincial de Girona. “Ahora está arrepentido, pero en el momento él pensaba que lo que hacía estaba bien”, manifestó Monguilod. El letrado solicita para él un máximo de 20 años de libertad vigilada, al considerar que el celador sufría una “alteración psíquica” que le hacía pensar que aquello “estaba moralmente bien”. Varios psicólogos y psiquiatras han sido citados como peritos sobre el estado psicológico de Vila.
Este insistió en que los ancianos —que mató con lejía, ácido, barbitúricos o incluso sobredosis de insulina— estaban “agonizando” y que todo lo que hizo fue para “ahorrarles sufrimiento” y “darles paz”. “No pensé que estaba cometiendo un asesinato”, manifestó. “Yo veía que sufrían y no pensaba nada más”, dijo. “Las quería mucho”, añadió. Sin embargo, algunas de las víctimas, aunque de edad avanzada, gozaban de relativamente buena salud. Una de ellas había celebrado su cumpleaños con familiares el día antes de fallecer, recordó un letrado de la acusación particular.
Con aspecto desmejorado, hinchado y vestido con camisa y pantalón de color gris, el celador reconoció todos los crímenes. Vila era un trabajador estimado en la residencia La Caritat que mantenía un trato cercano con las familias de las víctimas y con los ancianos. Una de ellas —Carme Vilanova— había sido su vecina en la casa donde el celador nació y creció, en Castellfollit de la Roca, un pequeño pueblo de la comarca de La Garrotxa. “¡Pobre!”, repitió Vila en varias ocasiones cuando el fiscal le recordó uno a uno los crímenes. Vila asistió al entierro de dos de las ancianas, a uno de ellos acompañado de su madre.
Los crímenes del celador pasaron inadvertidos hasta octubre de 2010, cuando los médicos que atendieron a una de las víctimas en el hospital Sant Jaume de Olot detectaron unas extrañas quemaduras alrededor de la boca de la mujer, provocadas por un líquido desincrustante que Vila le había obligado a ingerir con una jeringuilla. La víctima era Paquita Gironès, una mujer de 85 años que no podía moverse y con la que el celador no mantenía una buena relación. Jaume Dalmau, uno de los abogados de las familias que ejerce la acusación particular, preguntó a Vila si alguna vez había llegado a golpear a la mujer. “Nunca. Ni a ella ni a nadie”, contestó con tono indignado. Tras reconocer los primeros tres crímenes, Vila admitió semanas después haber acabado con la vida de otros ocho ancianos. Fue cuando el juez de instrucción había ordenado ya exhumar los cuerpos. Por esta confesión, el fiscal ha pedido que se le aplique un atenuante.
El celador se autodefinió como una persona “deprimida” y “obsesiva” que “siempre” había sufrido problemas de autoestima y vivía muy encerrado. Vila estuvo en tratamiento psicológico durante años, pero nunca habló de cuestiones “íntimas” con los distintos terapeutas que le trataron, explicó. Ni siquiera trató con ellos los problemas que, según él, le había acarreado su homosexualidad. El celador se presentó como alguien que no soporta ver el sufrimiento ajeno. Para ello, recordó el caso de una tía suya que enfermó y falleció por un cáncer de mama cuando él era adolescente. “Me entra pánico ver a las personas sufrir”, dijo, aunque no pudo explicar por qué, entonces, era él quien auxiliaba a sus víctimas en la agonía previa a la muerte que él les había provocado. Según el celador, su etapa en la residencia La Caritat fue la más feliz de su vida. Vila recordó cómo compraba esmalte en un bazar y pintaba las uñas a las ancianas. “Me sentía muy querido y valorado”.
“Yo a la Paquita [en referencia a Gironès, de 85 años] la vi sufrir mucho, lo tengo en la cabeza, pero yo no pensaba que yo era el causante, que por mi culpa ella se encontraba de aquella manera”, relató. “Si usted pensaba que lo que hacía estaba bien, ¿por qué lo escondía”, insistió Rafael Verga, abogado de cinco de las familias. “Lo veo todo muy extraño”, acabó reconociendo el celador. Vila tampoco pudo explicar por qué sus métodos se fueron haciendo cada vez más crueles. Si sus primeras víctimas fallecieron con una mezcla de pastillas trituradas, las últimas tres lo hicieron tras ingerir productos tóxicos que les produjeron terribles quemaduras internas. Además, la “trayectoria asesina” del celador —en palabras de un letrado— se fue acelerando. Si entre las primeras muertes pasaron varios meses, las tres últimas se produjeron en menos de una semana. Según Vila, desde que está en la cárcel de Figueres piensa “cada día” en sus tres últimas víctimas, que murieron con gran sufrimiento. Allí le visitan una vez a la semana sus ancianos padres.
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