Mar de Historias
88 millones
Cristina Pacheco
- Orale, Máximo: llevo un rato buscándote. ¿Dónde andabas?
–Del otro lado de las vías–. Máximo, un niño de nueve años con ropa
desigual y pelo cortado al rape, abre una bolsa de plástico llena de
latas para que su padre las vea. –¿Cuánto crees que me den en el
depósito?Néstor se inclina hacia la bolsa y levanta los hombros.
–Muy poquito. No pesarán ni un kilo–. Pone la mano en el hombro de su hijo y lo obliga a caminar: –Me hubieras avisado que ibas a irte tan lejos.
–Y cómo te lo decía si no estabas aquí. ¿Adónde fuiste?
–A ver a tu mamá.
–¡Ay, cómo eres!– El niño se detiene y mira rencoroso a su padre: –Dijiste que ibas a llevarme cuando la visitaras.
–No podía venir hasta acá por ti. El Chino me mandó a entregar unos costales de arena en la obra cerca del hospital y aproveché para darle una visitadita a Alicia. La encontré muy feliz porque ayer le dijeron que en tres meses podrá caminar bien; pero luego, cuando me despedí, se puso a llorar. En el hospital se siente muy sola sin mí y te extraña mucho todo el tiempo.
–¿Cuándo viene?
–Según lo que ordene la doctora.
–Aunque estemos viviendo arrimados en casa de mi tía Hortensia ya me anda porque mi mamá regrese.
–A mí también, pero es mejor que Alicia se quede en el hospital otro rato. Allí tiene su cama y le dan de comer. Además, prefiero que vuelva cuando terminemos de escombrar. No quiero que ella vea cómo quedaron nuestros cuartos.
–¿A poco no lo sabe?
–Sí. El otro día se lo dije pero no es lo mismo que yo se lo cuente a que lo vea. Ya bastante chinga tiene la pobre con lo que le está pasando.
–¿Siguen doliéndole mucho sus piernas?
–Ya no tanto, y sólo cuando la curan–. Néstor se queda pensativo: –También por eso necesito que Alicia siga hospitalizada. Allá hay enfermeras que le limpian las quemaduras y le cambian las vendas.
–Nosotros podemos hacerlo.
–Sobre todo tú, que siempre traes las manos bien puercas. ¡Míratelas!
–Es que a mi tía Hortensia ya le queda muy poquita agua y no quiere que la desperdicie lavándome porque va a usarla para cocinar.
–¿Hortensia está en la casa?
–No. Fue con Olivia al Ministerio Público para llevar otro papel y unas copias fotostáticas que le faltaban.
–¿Dejó comida hecha?
–No tiene gas. Me dijo que si me daba hambre le pidiera unas papas y un refresco a don Toño, que ella luego iría a pagarle.
–¿Ya fuiste a la tienda?
–Sí, pero don Toño ya lo vendió todo y no ha vuelto a surtirse porque se quedó sin un quinto. El dinero que tenía guardado en la cocina se le quemó junto con otras cosas–. Máximo se inclina, toma una lata que ve entre el lodazal, brinca sobre ella hasta dejarla plana y la echa en la bolsa de plástico. –Con esta van catorce. Me falta poquito para juntar el kilo.
–Y a ver la tele, aprovechando que mi tía salió.
–Si Hortensia sigue yendo al Ministerio Público acabará de licenciada– afirma Néstor.
Máximo comprende la ironía de su padre. Ríe y camina dándoles puntapiés a las piedras y los despojos que encuentra. Cada vez que acierta grita.
–¡Gol!
II
Anonadados frente al televisor puesto sobre un huacal,
Néstor y Máximo miran un noticiero del mediodía. Ambos contienen la
respiración cuando aparecen en la pantalla dos hombres que custodian
montañas de billetes.
–Híjole, pa, ¡cuánta lana!– exclama el niño.–¡Puta madre! Nunca había visto los billetes de a mil–comenta Néstor frotándose el pecho.
–¿Son de a de veras?
–Pues claro, ni modo que qué...
–¿Y de quién serán?
–De algún vivales con las uñas muy largas.
–¿Cuánto dinero habrá en esos montones?
–Ni idea, pero lo van a decir. A ver, cállate tantito–. En cuanto Néstor escucha la cifra, salta del banco en donde estaba sentado y se vuelve hacia su hijo: –¿Oíste? Son ochenta y ocho millones de pesos, ordenaditos, ¡contantes y sonantes!
–¿Qué quiere decir eso?
Néstor no escucha la pregunta de su hijo. Se acerca a la pantalla y toca la imagen que se proyecta en ella:
–Si es bonito acariciar los billetes de a mil en la tele, ahora figúrate lo que se sentirá tenerlos en la bolsa. ¡La pinche gloria, me cae! Mira, también hay de a quinientos y de a doscientos. Con cuatro de esos me pagaban en la fábrica mis quincenas–. La cámara recorre al detalle las columnas de dinero sujeto con ligas. Bajo una se ve un billete doblado de una esquina: –Con que me dieran ese, aunque esté maltratadito, me conformaba. ¿Te imaginas todo lo que haríamos?
–No– responde Máximo desconcertado. –¿Tú sí?
–Primero te llevaría a la fonda del Güero para que te comieras un bistesote con unos chilaquiles, tu refresco y un helado.
–¿Y tú no comerías?
–Sí. Con quinientos pesos nos alcanza y hasta nos sobra.
–¿También para llevarle a mi mamá los tacos de cabeza que le gustan?
–En el hospital no dejan pasar comida, pero le llevaría a tu madre unos jabones, un paquete de papel de baño y una toalla porque allí a los pacientes no se los dan. No hay lana para eso.
La secuencia del noticiero se interrumpe con anuncios de una flotilla de automóviles, un aparato para reducir el abdomen y el próximo juego de futbol. Néstor agita la cabeza y a punto de llorar se aferra al televisor con ambas manos:
–No sean gachos, no le cambien: tan siquiera dejen ver la billetiza otro ratito porque si no es ahora, ¿cuándo?
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