La vida de café
Bárbara Jacobs
Para hacer posible la
tarea de escribir a Hacienda una carta genuinamente indagatoria más que
de protesta, pues para protestar me faltan el conocimiento y en especial
las mañas efectivas que hicieran valer el esfuerzo, dispuse trabajar en
el café.
Ocupé una mesa en la terraza abierta, con vista a la avenida. En
casos como el que digo, ni el paso continuo de la gente, ni el ruido que
ocasiona el tráfico de la gran ciudad, ni tampoco la impureza del aire
que se respira en consecuencia, me perturban cuando lo prefiero con tal
de no mancillar mi estudio, reservado en exclusiva para lo mío, que
puede incluir tormentos pero, por cierto, ninguno que roce ni siquiera
mínimamente a nadie ni nada que se relacione con Hacienda y sus temas.De modo que en la mejor de las disposiciones alisaba las hojas delante de mí, sacaba punta al lápiz y colocaba a mi alcance una goma de borrar, cuando de pronto fui abruptamente acosada e interrumpida por una risa que irrumpió a mi espalda como mal agüero. Giré la cabeza para ver a los ojos, muy reprobatoriamente, a quien hubiera manifestado semejante agresión y, apenas vi que quien reía se trataba del mismo joven que en otra ocasión, pero que por idéntico motivo, me había provocado a querer cambiarme de lugar, esta vez sin pensarlo más cerré la tapa de mi cuaderno de un tirón y, en efecto, me cambié de sitio, al más distante que encontré del muchacho que reía como si imitara a un tonto riendo, porque hasta el sonido de la sirena de una ambulancia, o del camión de bomberos o, incluso, de una patrulla de la policía, me resulta más tolerable que la risa aquella, al menos cuando necesito un apoyo tonificante, por más molesto o desagradable que pudiera ser, pero que no me incapacite a un enfrentamiento con Hacienda, aunque la estrategia no se trate sino de una carta, por añadidura ingenua y, además, previsiblemente y completamente inútil, inoperante, dirigida a fracasar.
Decía que en ese mismo café, en cierta otra oportunidad ya me había expuesto al imitador que reía más desagradablemente aún que el más aislable idiota interno en un siquiátrico. La primera vez que lo oí me llamó tanto la atención que de plano renuncié a lo que fuera que me hubiera propuesto hacer aquella vez en el café (que podía haber sido desde efectivamente tomarme un café hasta, ¡rayos y centellas!, escribirle una carta a Hacienda) con tal de estudiarlo y llegar a alguna conclusión.
Sin embargo, lejos como fui a dar del inmaduro y su molesta risa, tampoco logré formular a Hacienda ninguna de las preguntas acumuladas que con tanto esmero me había preparado a exponerle. Pasaba el tiempo, se enfriaba mi café y yo no conseguía ni siquiera dirigir la carta, ni siquiera hacerlo apenas burlonamente con un
Querida Hacienda, te odio. Mi lápiz permanecía quieto entre mis dedos, tan paralizado que exasperada grité
¡Auxilio!, la mano entumecida, el lápiz mudo, inutilizado.
Y así habría permanecido, ignoro por cuánto tiempo, de no haber sido porque, del fondo del café, desde no sé qué infierno, brotó y me alcanzó una risa ensordecedora, una risa estridente, irritante, desapacible, más vejatoria y ofensiva que una carcajada en medio de un velorio, una risa cargada de locura, de confusión, de desprecio, pero que a mí me dio el manotazo liberador, el golpe vital que puso en acción entre mis dedos el lápiz, instrumento que finalmente escribió
Querida Hacienda, efectivamente,
púdrete.
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