Lo que no ocurre
A veces nos fatiga, no
lo que pasa, sino lo que no ocurre,
no lo que hacemos, sino lo que dejamos
de hacer. Olvidamos que mientras suceden acontecimientos de gran
importancia social o económica, también transcurre nuestra propia vida. Es como
si ella hubiera de consistir en limitarse a entregarse a una serie definida de
asuntos tan contundentes y de tanto alcance que no cupiera tiempo, ni
posibilidades de ocuparse de otros menesteres. Pero las travesías personales
prosiguen. El gran trauma lo inunda
todo y casi parece improcedente tratar de vérselas con el propio vivir.
Nos encontramos en un momento y en una situación tan importante, que reclama tal resolución que, en definitiva, es como si hubiéramos de postergar ocuparnos de otros aspectos decisivos de nuestra existencia. Aguardamos que pase la actual coyuntura, para atenderlos, para atendernos. Sin embargo, en tanto que esperamos, el tiempo no cesa. Y aún más, no deja de hacer con nosotros. Ese impase podría suponer una cierta detención que sujeta los acontecimientos como retratos que reflejan, no sólo lo que acaece, sino también lo que no pasa.
Mientras no nos fijamos en lo que nos sucede, atentos a la gran coyuntura, quedamos fijados en una manera de afrontar las vicisitudes de la vida que consiste prácticamente en dejar que transcurra. Es como si todo pareciera inexorable, y así lo que hacemos va acumulándose en una proliferación de escenas, más que de acciones. Los tiempos complejos tienden a crear un clima de algún conformismo con el destino personal, con tal de que sea un tanto llevadero, o bien de profundo descontento. En definitiva, y éste es su fruto menos atractivo, de impotencia o de apatía. Casi, en algunos, de cierta parálisis, ante el temor agradecido de no ver aún más empeorada la situación personal al comprobar el estado de otros o al comparar el propio con lo que podría suceder o haber sucedido.
Nos encontramos en un momento y en una situación tan importante, que reclama tal resolución que, en definitiva, es como si hubiéramos de postergar ocuparnos de otros aspectos decisivos de nuestra existencia. Aguardamos que pase la actual coyuntura, para atenderlos, para atendernos. Sin embargo, en tanto que esperamos, el tiempo no cesa. Y aún más, no deja de hacer con nosotros. Ese impase podría suponer una cierta detención que sujeta los acontecimientos como retratos que reflejan, no sólo lo que acaece, sino también lo que no pasa.
Mientras no nos fijamos en lo que nos sucede, atentos a la gran coyuntura, quedamos fijados en una manera de afrontar las vicisitudes de la vida que consiste prácticamente en dejar que transcurra. Es como si todo pareciera inexorable, y así lo que hacemos va acumulándose en una proliferación de escenas, más que de acciones. Los tiempos complejos tienden a crear un clima de algún conformismo con el destino personal, con tal de que sea un tanto llevadero, o bien de profundo descontento. En definitiva, y éste es su fruto menos atractivo, de impotencia o de apatía. Casi, en algunos, de cierta parálisis, ante el temor agradecido de no ver aún más empeorada la situación personal al comprobar el estado de otros o al comparar el propio con lo que podría suceder o haber sucedido.
Sin embargo, todo incide en quiénes realmente somos. Hablemos mucho o poco, cada cual es también su silencio. No sólo lo que calla o preserva como un secreto, sino lo que constituye su singularidad, el enigma particular, su misterio. Y éste puede serlo incluso para uno mismo. Siempre tenemos alguna insatisfacción, aunque no necesariamente explícita en todos los sentidos. Y las condiciones de vida definen a su vez el brillo o su ausencia, no sólo en la mirada, sino en la altura de miras.
Con razón atribuimos también lo que sentimos y pensamos a los avatares de la vida. Y tal vez ello podría tratar de explicarse al amparo de lo que hacemos y de lo que nos sucede. Más aún, siempre resulta bien significativo el contexto, el entorno, las coyunturas en las que nos encontramos. El tiempo, la época, los espacios, las situaciones, marcan lo que somos. Y, desde luego, no es cuestión de ignorar lo que tanto condiciona o determina genética o socialmente nuestra existencia. Pero no es fácil sustraerse a la sensación de que una vez que todo parece haber sido explicado, ofrecidas todas las buenas razones, hay demasiado que no se acaba de comprender.
Se trata efectivamente de comprender, pero en no pocas ocasiones nos desenvolvemos en circunstancias que se despliegan entre el asombro y la sorpresa de lo que no tiene lugar o de lo que nos desborda. Vivimos en tareas y labores cotidianas que se suceden de acuerdo con el mero transcurrir del tiempo y casi imperceptiblemente un halo rutinario de desconcierto nos produce la sensación de lo que no cesa de ser igual: los mismos asuntos, los mismos temas, la misma encrucijada. No en todo caso ni propiamente un temor, pero alguna inquietud puebla cada gesto, cada movimiento, de incertidumbre.
Por ello, no siempre lo inesperado es lo más desconcertante. También lo es el no esperar demasiado de lo que ocurre. Algún sopor tiende a inundarlo y a paralizarlo todo. Y no es simple fatiga, ya que sigue su curso y continúa inexorablemente sus pasos. Una cierta quietud habita en el corazón de cuanto discurre, como la antesala o el anticipo de lo que dejará de suceder. Y no hay mero desánimo, sino quizá consciencia. No es sólo una mala temporada, sino una época que va asentándose configurando toda una forma de vivir que constituye el tiempo presente, entre las complejidades difíciles de abordar y la costumbre de proceder sin demasiados sobresaltos.
Se habla de desasosiego, de melancolía, incluso de tristeza, y no pocas veces de dolor y de sufrimiento. Ahora bien, en ocasiones esa inquietud adopta la forma de una serena calma, que supone un reconocimiento de aquello en que consiste la existencia. Es como si la puesta en cuestión de tantos valores nos condujera a la necesidad de afrontar el desafío de tener que dar sentido a lo que vivimos, o de sobrellevar su carencia. Es como si toda la sabiduría acumulada por la vida de tantos hombres y mujeres mostrara de una vez que no es posible trasladar todas las experiencias y que es tiempo de la más nuestra, de la más propia.
No es pura pasividad. En determinados contextos se trata de lo que Foucault identifica con una cierta ascesis personal, que es la que no tanto paraliza sino dinamiza. Y no es mero consuelo, ni una coartada para la resignación, sino un trato singular consigo mismo y con los otros que establece la necesidad de sobrellevarse y de sobreponerse. Y, activos y serenos, en lugar de limitarse a verse envueltos en la sucesión de noticias y de acontecimientos, hay quienes, atentos, velan sin embargo por no verse arrastrados por ellos. Y lo hacen no sólo en ciertos aspectos más explícitos y habituales, sino cuidando de que, puestos a llevarse algo, esta época no arrastre su propia singularidad y el desafío en que consiste. No es una toma de distancia, es otro acercamiento. Porque les sobresalta no sólo lo que sucede sino lo que, con esa ocasión, no ocurre.
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