El espíritu abierto de Valéry Larbaud
Vilma Fuentes
Publicado: 26/05/2013 11:07
Una
de las figuras más singulares de la literatura francesa del
siglo XX es la de Valéry Larbaud,
poeta, novelista, traductor, ensayista, erudito y… millonario. No
debe a los libros su fortuna, que heredó desde su nacimiento pues
era hijo único del propietario del manantial de Vichy Saint-Yorre,
un agua mineral que sigue vendiéndose en el mundo entero. Nacido en
Vichy en 1881, murió en esta misma ciudad en 1957.
Esta fortuna le permite, desde joven, recorrer Europa en condiciones bastante distintas de las de viajeros como Jack Kerouac, William Burroughs o tantos otrosbeatniks. Larbaud no tenía gran cosa en común con un “vagabundo celeste”.
Préstame tu gran ruido, tu gran paso tan suave
Tu desliz nocturno a través de la Europa iluminada,
¡Oh, tren de lujo!, y la angustiante música
Que zumba a los largo de tus corredores de cuero dorado,
Mientras que tras las puertas laqueadas, con pestillos de pesado cobre
Duermen los millonarios.
Este poema de A.O. Barnabooth, pseudónimo de Larbaud, dice con una total sinceridad y a la manera de una declaración de amor, la dicha de gozar de los privilegios que le ha acordado la vida y él acepta sin refunfuños. Con un sentimiento de absoluta inocencia, sin la menor traza de conciencia culpable, canta como un niño a quien se regala un magnífico juguete. Al menos no es hipócrita. Este libro de poemas aparece en 1913; un año antes de que comiencen los desastres de la primera guerra mundial que destruirá el aspecto y el espacio de Europa. Se escuchan, tal vez, estos poemas como la música de un adiós a ese mundo que va a desaparecer, un canto del cisne.
Cosmopolita y políglota, este escritor francés, que hablaba a la perfección inglés, alemán, español, italiano, entre otras lenguas, publicó su primera novela, Fermina Márquez, considerada su obra maestra por muchos, en 1911. Alfonso Reyes le escribe en una carta:
Muy querido Valéry Larbaud:
Donde quiera que se encuentre (en París o en otra parte)…
Su prefacio a la traducción francesa de Mariano Azuela, aparte de ser un ensayo precioso sobre la obra de este gran novelista mexicano, nos da un panorama de nuestra literatura moderna indisolublemente tejido en el relieve de la Historia. Pocos franceses pueden hoy pretender con tanto mérito al título de escritores originales…
Es usted un amigo fiel de nuestra América, y amigo de calidad, sin hacer profesión, lo cual es aún mejor. En su primer libro, Fermina Márquez, aparece ya su preocupación por los hispanoamericanos. El hispanoamericano –hasta ahora tipo cómico y pintoresco, mitad simio mitad perico, vestido de colores chillantes y riendo de tonterías– aparece aquí, por primera vez en la literatura francesa contemporánea, como un valor humano serio… (ejemplares son) Fermina, una señorita colombiana… el mexicano Santos Iturria, un muchacho de Monterrey… Su libro concede al fin una ventaja vital a un nativo de nuestro clima. Sea usted mil veces saludado con gratitud por haber inaugurado una época de consideración afectuosa por el hombre de América Latina…
Este reconocimiento de Alfonso Reyes a su muy querido amigo Valéry Larbaud, testimonio de un autor tan eminente como digno de autoridad, cuenta más que todas las decoraciones oficiales y todos los premios literarios tan generosamente distribuidos en nuestros días a escritores que, a veces, ni siquiera se han dado el trabajo de escribir los libros que firman. Larbaud y Reyes poseían y compartían cierta idea de la literatura, el pensamiento, las obras del espíritu. No era, para uno ni para otro, una simple cuestión de carrera, de competencia por los premios, y menos aún una obsesión comercial del provecho que conduce a tantos dizque escritores a producir objetos impresos llamados libros con la mirada fija en las cifras de venta.
Una prueba irrefutable del espíritu abierto de Valéry Larbaud es el papel decisivo que tuvo en el destino de la obra capital de James Joyce: Ulysses. Antes de convertirse en uno de los libros más célebres e importantes del siglo XX, al abrir las puertas de una literatura resueltamente moderna, la novela de Joyce conoció muchas vicisitudes. Cabe recordar que, en Londres, el manuscrito llegó a manos de Virginia Woolf, quien dirigía una pequeña casa editorial con el grupo de Bloomsbury. La excelente novelista, pues, rechazó esta obra que le pareció a la vez oscura, incomprensible, es decir ilegible y, finalmente, obscena. Se era muy audaz en el clan Bloomsbury, pero esta audacia no permitía transgredir las reglas estrictas del decoro entre ladies ygentlemen, unas y otros fieles a los principios de la austera y puritana reina Victoria. Fue en París donde Joyce encontró un editor, otra mujer, estadunidense: Sylvia Beach, quien, sin proclamar su audacia, la practicaba. Lo divertido de la historia comienza cuando Virginia Woolf comprende, al fin, nunca es demasiado tarde, el genio de Joyce, y escribe a su vez una novela pretendidamente moderna: Las olas, pálida imitación de las invenciones formales del escritor irlandés, pero novela decorosa en todo sentido.
El libro aparece, paradójicamente, en inglés en París, editado por Sylvia Beach, estadunidense dueña de la librería Shakespeare and Co de la Rue de l’Odéon. Larbaud interviene en ese momento. Amigo y admirador de Joyce, trabajó durante cuatro años en la traducción al francés de Ulysses el cual apareció bajo este título y esta ortografía francesa en 1929 en la editorial Gallimard. Auguste Morel había hecho una primera versión, la cual fue revisada, y rehecha, por Larbaud en compañía de Joyce. La generosidad, virtud gemela del genio pues emanan del mismo manantial, no es la menor de las cualidades de Valéry Larbaud.
Queda mucho que decir de su persona y su obra. Este hombre, a quien Alfonso Reyes, clarividente también, consideró un espíritu excepcional, merece que sigamos sus huellas indelebles. No sea sino para hablar de sus viajes alrededor del mundo y de los no menos legendarios, perdida su fortuna, en París.
Esta fortuna le permite, desde joven, recorrer Europa en condiciones bastante distintas de las de viajeros como Jack Kerouac, William Burroughs o tantos otrosbeatniks. Larbaud no tenía gran cosa en común con un “vagabundo celeste”.
Préstame tu gran ruido, tu gran paso tan suave
Tu desliz nocturno a través de la Europa iluminada,
¡Oh, tren de lujo!, y la angustiante música
Que zumba a los largo de tus corredores de cuero dorado,
Mientras que tras las puertas laqueadas, con pestillos de pesado cobre
Duermen los millonarios.
Este poema de A.O. Barnabooth, pseudónimo de Larbaud, dice con una total sinceridad y a la manera de una declaración de amor, la dicha de gozar de los privilegios que le ha acordado la vida y él acepta sin refunfuños. Con un sentimiento de absoluta inocencia, sin la menor traza de conciencia culpable, canta como un niño a quien se regala un magnífico juguete. Al menos no es hipócrita. Este libro de poemas aparece en 1913; un año antes de que comiencen los desastres de la primera guerra mundial que destruirá el aspecto y el espacio de Europa. Se escuchan, tal vez, estos poemas como la música de un adiós a ese mundo que va a desaparecer, un canto del cisne.
Cosmopolita y políglota, este escritor francés, que hablaba a la perfección inglés, alemán, español, italiano, entre otras lenguas, publicó su primera novela, Fermina Márquez, considerada su obra maestra por muchos, en 1911. Alfonso Reyes le escribe en una carta:
Muy querido Valéry Larbaud:
Donde quiera que se encuentre (en París o en otra parte)…
Su prefacio a la traducción francesa de Mariano Azuela, aparte de ser un ensayo precioso sobre la obra de este gran novelista mexicano, nos da un panorama de nuestra literatura moderna indisolublemente tejido en el relieve de la Historia. Pocos franceses pueden hoy pretender con tanto mérito al título de escritores originales…
Es usted un amigo fiel de nuestra América, y amigo de calidad, sin hacer profesión, lo cual es aún mejor. En su primer libro, Fermina Márquez, aparece ya su preocupación por los hispanoamericanos. El hispanoamericano –hasta ahora tipo cómico y pintoresco, mitad simio mitad perico, vestido de colores chillantes y riendo de tonterías– aparece aquí, por primera vez en la literatura francesa contemporánea, como un valor humano serio… (ejemplares son) Fermina, una señorita colombiana… el mexicano Santos Iturria, un muchacho de Monterrey… Su libro concede al fin una ventaja vital a un nativo de nuestro clima. Sea usted mil veces saludado con gratitud por haber inaugurado una época de consideración afectuosa por el hombre de América Latina…
Este reconocimiento de Alfonso Reyes a su muy querido amigo Valéry Larbaud, testimonio de un autor tan eminente como digno de autoridad, cuenta más que todas las decoraciones oficiales y todos los premios literarios tan generosamente distribuidos en nuestros días a escritores que, a veces, ni siquiera se han dado el trabajo de escribir los libros que firman. Larbaud y Reyes poseían y compartían cierta idea de la literatura, el pensamiento, las obras del espíritu. No era, para uno ni para otro, una simple cuestión de carrera, de competencia por los premios, y menos aún una obsesión comercial del provecho que conduce a tantos dizque escritores a producir objetos impresos llamados libros con la mirada fija en las cifras de venta.
Una prueba irrefutable del espíritu abierto de Valéry Larbaud es el papel decisivo que tuvo en el destino de la obra capital de James Joyce: Ulysses. Antes de convertirse en uno de los libros más célebres e importantes del siglo XX, al abrir las puertas de una literatura resueltamente moderna, la novela de Joyce conoció muchas vicisitudes. Cabe recordar que, en Londres, el manuscrito llegó a manos de Virginia Woolf, quien dirigía una pequeña casa editorial con el grupo de Bloomsbury. La excelente novelista, pues, rechazó esta obra que le pareció a la vez oscura, incomprensible, es decir ilegible y, finalmente, obscena. Se era muy audaz en el clan Bloomsbury, pero esta audacia no permitía transgredir las reglas estrictas del decoro entre ladies ygentlemen, unas y otros fieles a los principios de la austera y puritana reina Victoria. Fue en París donde Joyce encontró un editor, otra mujer, estadunidense: Sylvia Beach, quien, sin proclamar su audacia, la practicaba. Lo divertido de la historia comienza cuando Virginia Woolf comprende, al fin, nunca es demasiado tarde, el genio de Joyce, y escribe a su vez una novela pretendidamente moderna: Las olas, pálida imitación de las invenciones formales del escritor irlandés, pero novela decorosa en todo sentido.
El libro aparece, paradójicamente, en inglés en París, editado por Sylvia Beach, estadunidense dueña de la librería Shakespeare and Co de la Rue de l’Odéon. Larbaud interviene en ese momento. Amigo y admirador de Joyce, trabajó durante cuatro años en la traducción al francés de Ulysses el cual apareció bajo este título y esta ortografía francesa en 1929 en la editorial Gallimard. Auguste Morel había hecho una primera versión, la cual fue revisada, y rehecha, por Larbaud en compañía de Joyce. La generosidad, virtud gemela del genio pues emanan del mismo manantial, no es la menor de las cualidades de Valéry Larbaud.
Queda mucho que decir de su persona y su obra. Este hombre, a quien Alfonso Reyes, clarividente también, consideró un espíritu excepcional, merece que sigamos sus huellas indelebles. No sea sino para hablar de sus viajes alrededor del mundo y de los no menos legendarios, perdida su fortuna, en París.
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