En la arquitectura hace falta menos ego y más miedo”
Denise Scott Brown ha sido la arquitecta más famosa de la segunda mitad del siglo XX
Esposa y socia del afamado Robert Venturi, lucha porque a ella también se le reconozca su aportación con un Pritzker retrospectivo
Con 81 años, la arquitecta y
urbanista Denise Scott Brown (Nkana, Zambia, 1931), crecida en
Johanesburgo, formada en Roma y Londres y afincada en Filadelfia, ha
viajado recientemente a México, donde la entrevistamos, para presentar
la primera edición en español de su libro Armada de palabras (Arquine). En 1991, cuando su socio y marido, el arquitecto Robert Venturi, viajó al DF a recoger el prestigioso Premio Pritzker, ella no lo acompañó. Entendió que ese galardón debía haber sido también para ella,
porque hacía 26 años que firmaban conjuntamente sus edificios y eran
las ideas de Scott Brown sobre la importancia de lo ordinario –hoy
recuperadas en el currículo académico de universidades como Columbia–
las que armaron algunos de sus libros míticos como Aprendiendo de Las Vegas. En las últimas semanas, una petición promovida por estudiantes graduadas de Harvard en change.org para que Scott Brown comparta el Pritzker de su marido lleva acumuladas más de 5.000 firmas. Entre ellas, la de la también Pritzker Zaha Hadid
y la del propio Venturi. Por eso, irónica, comenta que cuando su esposo
llegó al DF entró en el palacio presidencial a recoger ese premio y
ella, en cambio, ha llegado hasta el pedregal de Santo Domingo para ver
cómo tres generaciones de una familia viven, y trabajan, en los veinte
metros cuadrados de una vivienda de autoconstrucción: “La cultura
predominante frente a la cultura dominante”.
Gurús “papá y mamá”
Denise Scott Brown (Nkana, Zambia, 1931. En la imagen, con su marido Robert Venturi durante una visita a Barcelona en 2000) hoy se siente reconocida, aunque aún menos que los hombres: “El mundo necesita gurús, y los gurús son hombres. Nadie quiere ser un gurú papá y mamá”.Hace cuatro años, cuando su libro Armada de palabras apareció en la edición original británica Having Words (AA), el crítico de The New York Review of Books Martin Filler volvió a clamar contra la injusticia de que no la reconocieran como coautora de los trabajos por los que premiaron a su marido con el Pritzker de 1991. En México, durante la presentación de la edición española de su libro, la arquitecta explicó que ella, como la familia Pritzker, fue amiga del humanista Lewis Mumford. “Sé que al patriarca le interesó la arquitectura a partir de las clases de Mumford. Por eso a veces he estado tentada de ir a hablar con ellos y pedirles un gesto, una ceremonia sencilla, The Pritzker Inclusion Ceremony, para hacer justicia al trabajo que hice codo con codo y que ellos no me reconocieron. Solo se trata de incluir a quien quedó fuera”, dijo.
Aunque ella y Venturi lideraron
durante los años ochenta una de las vanguardias más extrañas de la
historia de la arquitectura –la posmoderna, el cíclico regreso al
simbolismo de la historia como reacción frente al maquinismo de la
modernidad–, por encima de los más de 200 edificios que ha levantado, el
legado de Scott Brown está en la actitud de su arquitectura, que se ha esforzado en buscar inspiración en lo cotidiano.
Así, la ampliación de la National Gallery de Londres, concluida en
1991, fue uno de sus trabajos más criticados por quienes consideran que
la arquitectura debe hablar de su tiempo y no mimetizar los edificios
existentes. Sin embargo, 22 años después, uno no repara en esa
ampliación. El cuerpo añadido forma parte de ese rincón londinense
porque atiende tanto al peatón como a la monumentalidad de Trafalgar
Square. Las ideas de esta arquitecta y urbanista hablan desde ese
edificio. “Observar lo ordinario puede resultar feo. Pero es
importante”.
PREGUNTA: ¿La falta de prejuicios será la mayor conquista arquitectónica del siglo XXI?
RESPUESTA: Es
necesaria una mente muy abierta para analizar cualquier tema. Pero luego
tiene que llegar un filtro. No todo vale. Ese filtro es el prejuicio.
La mente es un columpio entre recabar información y filtrarla. Es
necesario adorar lo que haces para no agotarte con el balanceo.
P: ¿Cómo hace para seguir viendo cosas que a los demás nos cuesta ver?
R: Siempre he tenido
la cabeza como un radar. Creo que mi madre la tenía así. Luego, cuando
uno se hace mayor, la mitad de la vista es memoria.
P: Creció en Johanesburgo. ¿Cómo aprendió a mirar más allá de lo que tenía delante?
R: Allí el racismo era algo asumido.
Eso o te hace ver o te ciega. Pero debo hablar de mi padre. Era
promotor y cuando regresó de un viaje a Nueva York dijo: “Lo que he
visto lo podría haber hecho yo”. Pensaba a lo ancho. Buscaba los
principios de las cosas, era un estratega. Era capaz de predecir cosas.
Al regresar de Nueva York dijo que la Sexta Avenida desaparecería. Y así
fue.
P: Sin embargo, fue su profesora de dibujo quien le abrió los ojos.
R: Yo iba a un
colegio inglés. Pintábamos muñecos de nieve en las felicitaciones de
Navidad. Esa profesora nos pidió que miráramos por la ventana. En
Sudáfrica no había nieve. ¿Cómo podíamos ser creativos si no pintábamos
lo que teníamos delante y repetíamos lo que hacían otros?
P: ¿Qué se necesita para saber ver?
R: Le Corbusier
aconseja mirar detrás de los edificios. Creo que se necesita algún tipo
de cambio social para que uno abra los ojos a cosas nuevas. Los grandes
problemas ensanchan la mirada.
P: ¿Su libro ‘Aprendiendo de Las Vegas’ comenzó en África?
R: Todo lo que vi en
mi infancia lo recordé más tarde. Yo iba a una escuela inglesa. Había
racismo no solo entre negros y blancos. La ascendencia inglesa era la
clase más alta. Ser judía, como yo, procedente de Letonia significaba
convertirse en un refugiado. Pero también había refugiados nazis. Crecí
entre ellos y no entre los afrikáneres. A los negros apenas los veíamos.
Mi abuelo era racista. La contradicción de los judíos en Sudáfrica es
que huyendo de la persecución colaboraron con el apartheid.
P: ¿Por eso se fue?
R: Pensé que no
tenía la fuerza suficiente para enviar a mis amigos a prisión. Me sentía
lejos de la ideología del sector social en el que vivía. Pude haberme
quedado a ayudar, pero se necesitan seis personas para iniciar un
movimiento de protesta y allí solo había tres.
P: ¿Es usted judía practicante?
R: Pertenezco a una sinagoga. Y Bob [Venturi] y yo vamos una vez al año.
P: ¿Por qué tienen los judíos tanto poder en la arquitectura?
R: ¿Eso cree? Louis Kahn
decía que los judíos no podían dirigir empresas en Norteamérica. Se
necesitaba ser de clase alta, haber estudiado en Princeton y conocerse
de toda la vida para triunfar en los negocios. Todavía es así.
P: ‘Aprendiendo de las Vegas’ fue un título sugerente, pero esa ciudad no es real. ¿De qué debe aprender la arquitectura?
R: Uno aprende de
donde puede. Es cierto que el apartheid rompió Sudáfrica, pero también
lo es que allí se construía más vivienda social que en toda América.
Esas viviendas están todavía allí. El régimen racista ha desaparecido y
las casas siguen allí.
P: La vida está llena de contradicciones.
R: La vida no es blanco o negro. Las dicotomías no son nada creativas. Beethoven usó música folk como inspiración.
P: Escribió ‘Aprendiendo de Las Vegas’ con su marido,
Robert Venturi. Han trabajado juntos durante medio siglo. Sin embargo, a
usted le ha costado décadas que reconozcan su trabajo.
R: Sí. Y solo lo han
hecho las mujeres. Algunos arquitectos me llamaban cuando les fallaba
Venturi. Me pedían que fuera a explicar los trabajos de Venturi.
P: ¿Quién le pidió eso?
P: Philip Johnson también le pedía que abandonase la sala después de las cenas, cuando los hombres iban a hablar de arquitectura.
R: No. Philip Johnson no invitaba a mujeres. Eso me lo pedían en otras casas.
P: ¿Por qué no le exige ese reconocimiento a su marido? Robert Venturi no reclamó compartir el Premio Pritzker que recibió en 1991 con usted.
R: Para Bob, admitir
que yo era la mitad del estudio supuso enfrentarse a sus colegas. Y aun
así dijo que yo era más del 50% en el discurso de aceptación del
premio.
P: Pero no reclamó compartirlo con usted.
R: Ha sido tan bueno conmigo que no puedo pedirle más.
P: Sin embargo, lo
reclama el resto del mundo. Uno esperaría que alguien que además de su
socio es su marido y su amigo la apoyara antes que nadie.
R: Las cosas han
cambiado y ahora podría ser más sencillo. Robert Venturi lo pasó muy mal
hasta llegar donde está. Tiene problemas de autoestima, entre otras
cosas, porque fue un niño disléxico. Le costó aprender a leer y su vida
escolar fue dura hasta que llegó a Princeton y floreció. Con todo, sigue
siendo un hombre inseguro.
P: No quiero insistir más, pero, precisamente siendo inseguro, usted debió reforzar su seguridad.
R: Sin duda. Le
ayudé mucho. Fue injusto que solo le premiaran a él. Pero habría sido
más injusto que ninguno de los dos recibiera el premio.
P: ¿Es la arquitectura de hoy más justa con las mujeres?
R: Bueno… la mayoría
de los arquitectos lo quieren hacer todo, aunque no estén preparados.
No es tanto egocentrismo como miedo a que no les vuelvan a hacer grandes
encargos si delegan una parte. Pero lo mismo sucedería con las mujeres.
La ambición ciega. El AIA (American Institute of Architects) no da su medalla de oro ni a parejas ni a estudios.
P: Ha dedicado esfuerzo y tiempo a que reconocieran la contribución de las mujeres. ¿Por qué era tan importante para usted?
R: Hay muchas
mujeres que me gustan. Mi madre fue un chicazo. Creció en zonas salvajes
de África. Vestía como un niño por una razón: para una mujer era más
seguro vestir así. Eso lo heredé yo. Solo que, además, a mí también me
gustaban las muñecas. Pero mi padre me había advertido: “Los judíos no
podemos decir que no somos como los otros. Eso nunca funciona”. Cuando
defiendes que eres diferente, llamas la atención y las cosas se vuelven
contra ti.
P: ¿No se debe reclamar una voz propia si se tiene?
R: Sí. Pero sentirse
diferente del resto de las mujeres es una trampa. De modo que varias
arquitectas nos reuníamos y teníamos sesiones de curación mutua. Ya
sabe: “Algo parecido me pasó a mí…”. Daban consuelo. Luego las mujeres
arquitectas empezaron a entrar en las escuelas antes de tener sus
propios estudios. En lugar de atacar los bastiones masculinos, los
estudios donde se diseñaba edificios, fueron a las escuelas a formar
futuros arquitectos. Hoy hay arquitectas trabajando en países árabes que
no se sienten oprimidas por tener que llevar burka. Al contrario. Como
le sucedía a mi madre, que era más libre vestida de chico, esas mujeres
son más libres bajo un velo protector. Estamos habituadas a los
disfraces. Una vez me salió un proyecto en Bagdad y pedí información:
“¿Como judía y como mujer es inteligente ir a Irak a trabajar?”,
pregunté. Todos me contestaron lo mismo: “Como mujer, no hay problema.
Como judía, mejor no ir”.
R: Sí. Nos hemos
fijado en lo que rodea la arquitectura porque también nosotras la hemos
rodeado. No es que solo nos interese lo social. Somos más intuitivas y
muchas de las cosas las vemos antes. Por ejemplo, entendemos bien cuándo
debemos quitarnos de en medio frente a alguien tan hambriento de poder
que la única posibilidad de hacer algo es alejarse de él.
P: Su nombre de soltera fue Denise Lakofski. ¿Por qué no fue nunca Denise Venturi?
R: Una vez busqué
artículos de una socióloga norteamericana, Ruth Durant, y me di cuenta
de que había desaparecido. Luego comencé a leer a otra mujer que
escribía cosas similares, pero su nombre era Ruth Glass. Sumé dos y dos e
intuí que se había casado. Cuando Bob y yo nos casamos, yo era
profesora en Berkeley y ya había publicado artículos. Me acordé de esta
socióloga y pensé que no tenía sentido perder lo hecho. Renunciar a mi
apellido habría supuesto renunciar a mi obra.
P: Scott Brown es el apellido de su primer marido.
R: Sí, Robert era el
último de su línea. Habíamos estudiado arquitectura juntos y cuando
murió con 28 años quise quedarme con su nombre. No estoy segura de que a
sus padres les hiciera gracia. Pero quise hacerlo. Con todo, la razón
principal fue la de los escritos. Llamándome Venturi no habría podido
hacer nada.
P: ¿No pensó eso cuando se puso el apellido de su primer marido?
R: Éramos muy jóvenes.
P: ¿La independencia es algo que se aprende o se desarrolla?
R: Sospecho que se
aprende, pero también he tenido grandes dependencias. He tenido que
convertirme en una anciana para ser mucho más independiente en mis ideas
de lo que fui. Puede que las hormonas tengan algo que decir.
P: ¿Las hormonas generan independencia mental?
R: Los hombres
continúan con la testosterona hasta los noventa. Las mujeres se liberan
de esas urgencias y el patrón mental cambia. Si has trabajado y llegas a
anciana, tienes experiencia y seguridad. Los cambios hormonales liberan
a las mujeres.
P: Cuando el coche de Robert Scott Brown se estrelló en Pensilvania, ¿qué le hizo quedarse en América?
R: Me había ido de
Sudáfrica porque allí una mujer era un menor. Además nos iba muy bien en
la Universidad de Penn. Nos entendíamos. Y ya hablábamos de la cultura
popular, aunque éramos hijos de la edad de las máquinas: diseñamos una
ciudad lineal con trenes que circulaban a 300 kilómetros por hora.
P: Pasó de diseñar
ciudades lineales con su primer marido a protestar por la destrucción de
los centros históricos con Venturi, el segundo.
R: Sí. Lo aprendí de los Smithson. Que uno crea en el progreso no implica que defienda la destrucción.
P: ¿Cómo conoció a Venturi?
R: Me pidió que
fuéramos a un baile en Princeton. Su idea de un baile era encerrarse en
la biblioteca mientras sonaba la música. Allí había un libro de Edwin
Lutyens. Se lo mostré y se convirtió en su arquitecto favorito. Hizo la
casa de su madre a partir de esas ideas.
P: ¿Qué vio en Venturi?
R: En Europa, un
urbanista es un gran arquitecto, un heredero de Le Corbusier. Pero en
América, si eras urbanista, los arquitectos pensaban que habías elegido
esa opción porque no eras lo suficientemente bueno como para diseñar.
Bob era distinto.
P: ¿Por eso le guardaba un sitio en las reuniones de profesores de la Universidad de Penn?
R: Un asiento y una
galleta. Él daba el segundo curso de teoría. Y yo el primero. Decidí
contarles a los estudiantes lo que realmente me interesaba: lo que los Smithson estaban haciendo en Inglaterra: estaban mirando a la historia. Eso a Bob le interesó. Y empezó a aparecer por mis clases.
P: ¿Y por eso le pidió que fuera a Las Vegas con usted?
R: Sí. Pero más tarde. Cuando me fui a dar clases a Berkeley.
P: ¿Es cierto que le pidió que se casara con usted?
R: Bueno… llegado un punto, sabíamos que iba a ocurrir y lo puse fácil. Sí. Fui yo. Le ayudé.
P: ¿Los arquitectos tienen vida personal?
R: La mía ha sido la
arquitectura. La gente me preguntaba: “¿No te paras nunca a oler las
rosas?”. Y yo contestaba que no me hacía falta. Gracias a mi profesión
he viajado y he conocido a personas que me han cambiado el punto de
vista.
P: Su hijo Jimmy lleva cinco años filmando la película ‘Aprendiendo de Bob y Denise’. ¿Qué ha aprendido?
R: Lo que ha
aprendido aparece en su conversación. Es un tipo de persona que se
aburre y necesita empezar de cero cada tantos años. Mi padre era así.
P: ¿Hay diferencia entre arquitectura y construcción?
R: Quien distingue
entre arquitectura y construcción habla peyorativamente del trabajo de
otros. Yo creo que la arquitectura es la manera consciente de hacer
espacios.
P: ¿Qué porcentaje de las decisiones urbanísticas es fundamentalmente económico?
R: La política lo
condiciona todo. Es cierto que quien controla la economía termina
controlando también la política, pero si miramos el mundo así, todo en
la vida, incluida la elección democrática de Obama, es una cuestión
económica. Me parece relevante ver cómo los políticos estadounidenses
están reconquistando el poder. Tras la Segunda Guerra Mundial se tomaron
grandes decisiones urbanísticas. Y los arquitectos creímos que por fin
llegaba nuestra hora. La realidad era otra. El interés era reciclar las
industrias de la guerra y desviar su producción hacia la construcción.
P: ¿Opina que a muchos arquitectos les preocupan más los edificios que las calles?
R: Muchos intentan
hacer ciudades y las hacen mal. Cuando diseñas parte de una ciudad, no
puedes tomar todas las decisiones. Simplemente eres un guía. Debes
escuchar a los demás y pensar cómo responderá lo que estás haciendo
dentro de 100 años. Ningún político piensa con esos plazos. Pero el
miedo es bueno, aporta prudencia. Menos ego y más miedo, podría ser un
buen lema para la arquitectura.
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