jueves, 25 de abril de 2013

Arquitectura egocéntrica

En la arquitectura hace falta menos ego y más miedo”

Denise Scott Brown ha sido la arquitecta más famosa de la segunda mitad del siglo XX

Esposa y socia del afamado Robert Venturi, lucha porque a ella también se le reconozca su aportación con un Pritzker retrospectivo

Denise Scott Brown. / TOMÁS CASADEMUNT

Con 81 años, la arquitecta y urbanista Denise Scott Brown (Nkana, Zambia, 1931), crecida en Johanesburgo, formada en Roma y Londres y afincada en Filadelfia, ha viajado recientemente a México, donde la entrevistamos, para presentar la primera edición en español de su libro Armada de palabras (Arquine). En 1991, cuando su socio y marido, el arquitecto Robert Venturi, viajó al DF a recoger el prestigioso Premio Pritzker, ella no lo acompañó. Entendió que ese galardón debía haber sido también para ella, porque hacía 26 años que firmaban conjuntamente sus edificios y eran las ideas de Scott Brown sobre la importancia de lo ordinario –hoy recuperadas en el currícu­lo académico de universidades como Columbia– las que armaron algunos de sus libros míticos como Aprendiendo de Las Vegas. En las últimas semanas, una petición promovida por estudiantes graduadas de Harvard en change.org para que Scott Brown comparta el Pritzker de su marido lleva acumuladas más de 5.000 firmas. Entre ellas, la de la también Pritzker Zaha Hadid y la del propio Venturi. Por eso, irónica, comenta que cuando su esposo llegó al DF entró en el palacio presidencial a recoger ese premio y ella, en cambio, ha llegado hasta el pedregal de Santo Domingo para ver cómo tres generaciones de una familia viven, y trabajan, en los veinte metros cuadrados de una vivienda de autoconstrucción: “La cultura predominante frente a la cultura dominante”.

Gurús “papá y mamá”

Denise Scott Brown (Nkana, Zambia, 1931. En la imagen, con su marido Robert Venturi durante una visita a Barcelona en 2000) hoy se siente reconocida, aunque aún menos que los hombres: “El mundo necesita gurús, y los gurús son hombres. Nadie quiere ser un gurú papá y mamá”.
Hace cuatro años, cuando su libro Armada de palabras apareció en la edición original británica Having Words (AA), el crítico de The New York Review of Books Martin Filler volvió a clamar contra la injusticia de que no la reconocieran como coautora de los trabajos por los que premiaron a su marido con el Pritzker de 1991. En México, durante la presentación de la edición española de su libro, la arquitecta explicó que ella, como la familia Pritzker, fue amiga del humanista Lewis Mumford. “Sé que al patriarca le interesó la arquitectura a partir de las clases de Mumford. Por eso a veces he estado tentada de ir a hablar con ellos y pedirles un gesto, una ceremonia sencilla, The Pritzker Inclusion Ceremony, para hacer justicia al trabajo que hice codo con codo y que ellos no me reconocieron. Solo se trata de incluir a quien quedó fuera”, dijo.
Aunque ella y Venturi lideraron durante los años ochenta una de las vanguardias más extrañas de la historia de la arquitectura –la posmoderna, el cíclico regreso al simbolismo de la historia como reacción frente al maquinismo de la modernidad–, por encima de los más de 200 edificios que ha levantado, el legado de Scott Brown está en la actitud de su arquitectura, que se ha esforzado en buscar inspiración en lo cotidiano. Así, la ampliación de la National Gallery de Londres, concluida en 1991, fue uno de sus trabajos más criticados por quienes consideran que la arquitectura debe hablar de su tiempo y no mimetizar los edificios existentes. Sin embargo, 22 años después, uno no repara en esa ampliación. El cuerpo añadido forma parte de ese rincón londinense porque atiende tanto al peatón como a la monumentalidad de Trafalgar Square. Las ideas de esta arquitecta y urbanista hablan desde ese edificio. “Observar lo ordinario puede resultar feo. Pero es importante”.
PREGUNTA: ¿La falta de prejuicios será la mayor conquista arquitectónica del siglo XXI?
RESPUESTA: Es necesaria una mente muy abierta para analizar cualquier tema. Pero luego tiene que llegar un filtro. No todo vale. Ese filtro es el prejuicio. La mente es un columpio entre recabar información y filtrarla. Es necesario adorar lo que haces para no agotarte con el balanceo.
P: ¿Cómo hace para seguir viendo cosas que a los demás nos cuesta ver?
R: Siempre he tenido la cabeza como un radar. Creo que mi madre la tenía así. Luego, cuando uno se hace mayor, la mitad de la vista es memoria.
P: Creció en Johanesburgo. ¿Cómo aprendió a mirar más allá de lo que tenía delante?
R: Allí el racismo era algo asumido. Eso o te hace ver o te ciega. Pero debo hablar de mi padre. Era promotor y cuando regresó de un viaje a Nueva York dijo: “Lo que he visto lo podría haber hecho yo”. Pensaba a lo ancho. Buscaba los principios de las cosas, era un estratega. Era capaz de predecir cosas. Al regresar de Nueva York dijo que la Sexta Avenida desaparecería. Y así fue.
P: Sin embargo, fue su profesora de dibujo quien le abrió los ojos.
R: Yo iba a un colegio inglés. Pintábamos muñecos de nieve en las felicitaciones de Navidad. Esa profesora nos pidió que miráramos por la ventana. En Sudáfrica no había nieve. ¿Cómo podíamos ser creativos si no pintábamos lo que teníamos delante y repetíamos lo que hacían otros?
P: ¿Qué se necesita para saber ver?
R: Le Corbusier aconseja mirar detrás de los edificios. Creo que se necesita algún tipo de cambio social para que uno abra los ojos a cosas nuevas. Los grandes problemas ensanchan la mirada.
P: ¿Su libro ‘Aprendiendo de Las Vegas’ comenzó en África?
R: Todo lo que vi en mi infancia lo recordé más tarde. Yo iba a una escuela inglesa. Había racismo no solo entre negros y blancos. La ascendencia inglesa era la clase más alta. Ser judía, como yo, procedente de Letonia significaba convertirse en un refugiado. Pero también había refugiados nazis. Crecí entre ellos y no entre los afrikáneres. A los negros apenas los veíamos. Mi abuelo era racista. La contradicción de los judíos en Sudáfrica es que huyendo de la persecución colaboraron con el apartheid.
P: ¿Por eso se fue?
R: Pensé que no tenía la fuerza suficiente para enviar a mis amigos a prisión. Me sentía lejos de la ideología del sector social en el que vivía. Pude haberme quedado a ayudar, pero se necesitan seis personas para iniciar un movimiento de protesta y allí solo había tres.
Solo las mujeres han reconocido mi trabajo arquitectónico"
P: ¿Es usted judía practicante?
R: Pertenezco a una sinagoga. Y Bob [Venturi] y yo vamos una vez al año.
P: ¿Por qué tienen los judíos tanto poder en la arquitectura?
R: ¿Eso cree? Louis Kahn decía que los judíos no podían dirigir empresas en Norteamérica. Se necesitaba ser de clase alta, haber estudiado en Princeton y conocerse de toda la vida para triunfar en los negocios. Todavía es así.
P: ‘Aprendiendo de las Vegas’ fue un título sugerente, pero esa ciudad no es real. ¿De qué debe aprender la arquitectura?
R: Uno aprende de donde puede. Es cierto que el apartheid rompió Sudáfrica, pero también lo es que allí se construía más vivienda social que en toda América. Esas viviendas están todavía allí. El régimen racista ha desaparecido y las casas siguen allí.
P: La vida está llena de contradicciones.
R: La vida no es blanco o negro. Las dicotomías no son nada creativas. Beethoven usó música folk como inspiración.
P: Escribió ‘Aprendiendo de Las Vegas’ con su marido, Robert Venturi. Han trabajado juntos durante medio siglo. Sin embargo, a usted le ha costado décadas que reconozcan su trabajo.
R: Sí. Y solo lo han hecho las mujeres. Algunos arquitectos me llamaban cuando les fallaba Venturi. Me pedían que fuera a explicar los trabajos de Venturi.
P: ¿Quién le pidió eso?
P: Philip Johnson también le pedía que abandonase la sala después de las cenas, cuando los hombres iban a hablar de arquitectura.
R: No. Philip Johnson no invitaba a mujeres. Eso me lo pedían en otras casas.
P: ¿Por qué no le exige ese reconocimiento a su marido? Robert Venturi no reclamó compartir el Premio Pritzker que recibió en 1991 con usted.
R: Para Bob, admitir que yo era la mitad del estudio supuso enfrentarse a sus colegas. Y aun así dijo que yo era más del 50% en el discurso de aceptación del premio.
P: Pero no reclamó compartirlo con usted.
R: Ha sido tan bueno conmigo que no puedo pedirle más.
P: Sin embargo, lo reclama el resto del mundo. Uno esperaría que alguien que además de su socio es su marido y su amigo la apoyara antes que nadie.
R: Las cosas han cambiado y ahora podría ser más sencillo. Robert Venturi lo pasó muy mal hasta llegar donde está. Tiene problemas de autoestima, entre otras cosas, porque fue un niño disléxico. Le costó aprender a leer y su vida escolar fue dura hasta que llegó a Princeton y floreció. Con todo, sigue siendo un hombre inseguro.
Denise Scott Brown, durante su juventud, en una fotografía sin fecha tomada en Sudáfrica.
P: No quiero insistir más, pero, precisamente siendo inseguro, usted debió reforzar su seguridad.
R: Sin duda. Le ayudé mucho. Fue injusto que solo le premiaran a él. Pero habría sido más injusto que ninguno de los dos recibiera el premio.
 P: ¿Es la arquitectura de hoy más justa con las mujeres?
R: Bueno… la mayoría de los arquitectos lo quieren hacer todo, aunque no estén preparados. No es tanto egocentrismo como miedo a que no les vuelvan a hacer grandes encargos si delegan una parte. Pero lo mismo sucedería con las mujeres. La ambición ciega. El AIA (American Institute of Architects) no da su medalla de oro ni a parejas ni a estudios.
P: Ha dedicado esfuerzo y tiempo a que reconocieran la contribución de las mujeres. ¿Por qué era tan importante para usted?
R: Hay muchas mujeres que me gustan. Mi madre fue un chicazo. Creció en zonas salvajes de África. Vestía como un niño por una razón: para una mujer era más seguro vestir así. Eso lo heredé yo. Solo que, además, a mí también me gustaban las muñecas. Pero mi padre me había advertido: “Los judíos no podemos decir que no somos como los otros. Eso nunca funciona”. Cuando defiendes que eres diferente, llamas la atención y las cosas se vuelven contra ti.
P: ¿No se debe reclamar una voz propia si se tiene?
R: Sí. Pero sentirse diferente del resto de las mujeres es una trampa. De modo que varias arquitectas nos reuníamos y teníamos sesiones de curación mutua. Ya sabe: “Algo parecido me pasó a mí…”. Daban consuelo. Luego las mujeres arquitectas empezaron a entrar en las escuelas antes de tener sus propios estudios. En lugar de atacar los bastiones masculinos, los estudios donde se diseñaba edificios, fueron a las escuelas a formar futuros arquitectos. Hoy hay arquitectas trabajando en países árabes que no se sienten oprimidas por tener que llevar burka. Al contrario. Como le sucedía a mi madre, que era más libre vestida de chico, esas mujeres son más libres bajo un velo protector. Estamos habituadas a los disfraces. Una vez me salió un proyecto en Bagdad y pedí información: “¿Como judía y como mujer es inteligente ir a Irak a trabajar?”, pregunté. Todos me contestaron lo mismo: “Como mujer, no hay problema. Como judía, mejor no ir”.
R: Sí. Nos hemos fijado en lo que rodea la arquitectura porque también nosotras la hemos rodeado. No es que solo nos interese lo social. Somos más intuitivas y muchas de las cosas las vemos antes. Por ejemplo, entendemos bien cuándo debemos quitarnos de en medio frente a alguien tan hambriento de poder que la única posibilidad de hacer algo es alejarse de él.
P: Su nombre de soltera fue Denise Lakofski. ¿Por qué no fue nunca Denise Venturi?
R: Una vez busqué artículos de una socióloga norteamericana, Ruth Durant, y me di cuenta de que había desaparecido. Luego comencé a leer a otra mujer que escribía cosas similares, pero su nombre era Ruth Glass. Sumé dos y dos e intuí que se había casado. Cuando Bob y yo nos casamos, yo era profesora en Berkeley y ya había publicado artículos. Me acordé de esta socióloga y pensé que no tenía sentido perder lo hecho. Renunciar a mi apellido habría supuesto renunciar a mi obra.
P: Scott Brown es el apellido de su primer marido.
R: Sí, Robert era el último de su línea. Habíamos estudiado arquitectura juntos y cuando murió con 28 años quise quedarme con su nombre. No estoy segura de que a sus padres les hiciera gracia. Pero quise hacerlo. Con todo, la razón principal fue la de los escritos. Llamándome Venturi no habría podido hacer nada.
P: ¿No pensó eso cuando se puso el apellido de su primer marido?
R: Éramos muy jóvenes.
P: ¿La independencia es algo que se aprende o se desarrolla?
R: Sospecho que se aprende, pero también he tenido grandes dependencias. He tenido que convertirme en una anciana para ser mucho más independiente en mis ideas de lo que fui. Puede que las hormonas tengan algo que decir.
La arquitectura es la manera consciente de hacer espacios"
P: ¿Las hormonas generan independencia mental?
R: Los hombres continúan con la testosterona hasta los noventa. Las mujeres se liberan de esas urgencias y el patrón mental cambia. Si has trabajado y llegas a anciana, tienes experiencia y seguridad. Los cambios hormonales liberan a las mujeres.
P: Cuando el coche de Robert Scott Brown se estrelló en Pensilvania, ¿qué le hizo quedarse en América?
R: Me había ido de Sudáfrica porque allí una mujer era un menor. Además nos iba muy bien en la Universidad de Penn. Nos entendíamos. Y ya hablábamos de la cultura popular, aunque éramos hijos de la edad de las máquinas: diseñamos una ciudad lineal con trenes que circulaban a 300 kilómetros por hora.
P: Pasó de diseñar ciudades lineales con su primer marido a protestar por la destrucción de los centros históricos con Venturi, el segundo.
R: Sí. Lo aprendí de los Smithson. Que uno crea en el progreso no implica que defienda la destrucción.
P: ¿Cómo conoció a Venturi?
R: Me pidió que fuéramos a un baile en Princeton. Su idea de un baile era encerrarse en la biblioteca mientras sonaba la música. Allí había un libro de Edwin Lutyens. Se lo mostré y se convirtió en su arquitecto favorito. Hizo la casa de su madre a partir de esas ideas.
P: ¿Qué vio en Venturi?
R: En Europa, un urbanista es un gran arquitecto, un heredero de Le Corbusier. Pero en América, si eras urbanista, los arquitectos pensaban que habías elegido esa opción porque no eras lo suficientemente bueno como para diseñar. Bob era distinto.
P: ¿Por eso le guardaba un sitio en las reuniones de profesores de la Universidad de Penn?
R: Un asiento y una galleta. Él daba el segundo curso de teoría. Y yo el primero. Decidí contarles a los estudiantes lo que realmente me interesaba: lo que los Smithson estaban haciendo en Inglaterra: estaban mirando a la historia. Eso a Bob le interesó. Y empezó a aparecer por mis clases.
P: ¿Y por eso le pidió que fuera a Las Vegas con usted?
R: Sí. Pero más tarde. Cuando me fui a dar clases a Berkeley.
P: ¿Es cierto que le pidió que se casara con usted?
R: Bueno… llegado un punto, sabíamos que iba a ocurrir y lo puse fácil. Sí. Fui yo. Le ayudé.
P: ¿Los arquitectos tienen vida personal?
R: La mía ha sido la arquitectura. La gente me preguntaba: “¿No te paras nunca a oler las rosas?”. Y yo contestaba que no me hacía falta. Gracias a mi profesión he viajado y he conocido a personas que me han cambiado el punto de vista.
P: Su hijo Jimmy lleva cinco años filmando la película ‘Aprendiendo de Bob y Denise’. ¿Qué ha aprendido?
R: Lo que ha aprendido aparece en su conversación. Es un tipo de persona que se aburre y necesita empezar de cero cada tantos años. Mi padre era así.
P: ¿Hay diferencia entre arquitectura y construcción?
R: Quien distingue entre arquitectura y construcción habla peyorativamente del trabajo de otros. Yo creo que la arquitectura es la manera consciente de hacer espacios.
P: ¿Qué porcentaje de las decisiones urbanísticas es fundamentalmente económico?
R: La política lo condiciona todo. Es cierto que quien controla la economía termina controlando también la política, pero si miramos el mundo así, todo en la vida, incluida la elección democrática de Obama, es una cuestión económica. Me parece relevante ver cómo los políticos estadounidenses están reconquistando el poder. Tras la Segunda Guerra Mundial se tomaron grandes decisiones urbanísticas. Y los arquitectos creímos que por fin llegaba nuestra hora. La realidad era otra. El interés era reciclar las industrias de la guerra y desviar su producción hacia la construcción.
P: ¿Opina que a muchos arquitectos les preocupan más los edificios que las calles?
R: Muchos intentan hacer ciudades y las hacen mal. Cuando diseñas parte de una ciudad, no puedes tomar todas las decisiones. Simplemente eres un guía. Debes escuchar a los demás y pensar cómo responderá lo que estás haciendo dentro de 100 años. Ningún político piensa con esos plazos. Pero el miedo es bueno, aporta prudencia. Menos ego y más miedo, podría ser un buen lema para la arquitectura.

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