Un retroceso intolerable
Los planes para limitar el aborto, incluso en caso de malformación, destilan un regusto franquista
Nadie en el Gobierno ni en el partido que le sustenta ha explicado
con argumentos sólidos la necesidad de cambiar la ley de plazos sobre el
aborto. Porque no los hay. La norma, en vigor desde julio de 2010,
reconoció el derecho de las mujeres a decidir libremente sobre su
maternidad dentro de un límite general que permite interrumpir el
embarazo durante las primeras 14 semanas de gestación. Se trata de una
ley que se ajusta a los estándares legales de los países de nuestro
entorno, que se aplica sin problemas sociales, que no ha disparado el
número de abortos —en contra de lo que algunos auguraron— y que goza del
apoyo de la mayoría de españoles, según las encuestas de opinión. Pocas
dudas caben, pues, de que la reforma que promueve el partido
conservador responde a razones más inconfesables que las esgrimidas y
avanza con firmeza impulsada por el chantaje a que, en este asunto,
somete al Ejecutivo y al PP la cúpula de la Iglesia católica con el
cardenal Rouco Varela a la cabeza.
La reforma que ahora se plantea, cuyos perfiles resulta difícil conocer con precisión por las confusas y contradictorias explicaciones que han ofrecido hasta ahora sus promotores, amenaza a los españoles con una norma incluso más restrictiva que la Ley de 1985. Se trata de una decisión que no responde en ningún caso a una demanda social y que no dispone de ningún tipo de soporte jurídico. El Tribunal Constitucional dictaminó sobre la antigua normativa y esta se adaptó a su criterio antes de entrar en vigor. Aún no se ha pronunciado sobre la ahora vigente, por lo que las pomposas disquisiciones sobre derechos o protecciones jurídicas de mujeres y no nacidos no tienen más fundamento que el retorcimiento de la realidad o la indisimulada voluntad de contentar a los obispos y al sector católico más ultra del partido en el poder.
Aunque afirmen que la reforma responde a exigencias de cambio en la norma por parte de los ciudadanos, el Gobierno y el PP saben perfectamente que, en este asunto, están mintiendo. El partido conservador ganó las elecciones con un mandato claro: sacar a España de la crisis, reducir el desempleo y acabar con el desgobierno económico del Gobierno socialista; no fueron elegidos, y lo saben perfectamente, para modificar leyes que solo molestan a la minoría de integristas entre sus filas (muy influyentes, por lo que se ve) y a la jerarquía de la Iglesia católica (incluso aquellos que se declaran creyentes mantienen posiciones mucho más moderadas); leyes (aborto, matrimonio gay) que la mayoría de españoles afirma que se corresponden con el país que desean iniciado el siglo XXI. Para acallar las protestas de esa minoría, la reforma, si finalmente se produce, resultará en una evidente involución que generará una situación de injusticia y desprotección.
Los estudios de la Organización Mundial de la Salud demuestran que las leyes más restrictivas no reducen el número de abortos y, sin embargo, elevan los riesgos para las mujeres al aumentar las intervenciones clandestinas con escaso control sanitario. Tales leyes condenan a una maternidad no deseada a las mujeres con menos recursos, permitiendo a las demás sortearlas viajando a otros países.
La reforma que se plantea, aun sin concretar, supone un grave retroceso. Ignora los dictámenes científicos sobre el embrión temprano —inviable de manera independiente—, rechaza una ley vigente que es más garantista con el feto y aporta mayor seguridad jurídica que la de 1985, y supone un ataque a la autonomía de las mujeres y a la capacidad de decisión sobre su cuerpo. La posibilidad de que la norma suprima o limite severamente el supuesto de malformaciones graves supone una aberración moral, denunciada de forma incansable por médicos cuyas vidas profesionales han sido entregadas a los cuidados de estas enfermedades, y un retroceso inaceptable en una democracia avanzada como pretende ser España.
Conviene recordar que la actual ley del aborto protege la libertad de las mujeres, pero no obliga a nadie a interrumpir un embarazo. Alegar que responde también a la necesidad de reforzar el derecho a la maternidad supone un sarcasmo que insulta a la inteligencia. Igualmente insultantes resultan las justificaciones de la reforma alegando que se busca defender a las mujeres de la “violencia estructural” de la sociedad que, según estos criterios oscurantistas, las presiona hasta conducirlas al quirófano para poner término a su embarazo. Violencia estructural es la que se producirá de nuevo si este país vuelve a una regulación del aborto que obligue a las mujeres a prácticas propias de la espesa atmósfera del franquismo y que los legisladores quisieron y pudieron resolver en la temprana hora de la democracia en España.
La reforma que ahora se plantea, cuyos perfiles resulta difícil conocer con precisión por las confusas y contradictorias explicaciones que han ofrecido hasta ahora sus promotores, amenaza a los españoles con una norma incluso más restrictiva que la Ley de 1985. Se trata de una decisión que no responde en ningún caso a una demanda social y que no dispone de ningún tipo de soporte jurídico. El Tribunal Constitucional dictaminó sobre la antigua normativa y esta se adaptó a su criterio antes de entrar en vigor. Aún no se ha pronunciado sobre la ahora vigente, por lo que las pomposas disquisiciones sobre derechos o protecciones jurídicas de mujeres y no nacidos no tienen más fundamento que el retorcimiento de la realidad o la indisimulada voluntad de contentar a los obispos y al sector católico más ultra del partido en el poder.
Aunque afirmen que la reforma responde a exigencias de cambio en la norma por parte de los ciudadanos, el Gobierno y el PP saben perfectamente que, en este asunto, están mintiendo. El partido conservador ganó las elecciones con un mandato claro: sacar a España de la crisis, reducir el desempleo y acabar con el desgobierno económico del Gobierno socialista; no fueron elegidos, y lo saben perfectamente, para modificar leyes que solo molestan a la minoría de integristas entre sus filas (muy influyentes, por lo que se ve) y a la jerarquía de la Iglesia católica (incluso aquellos que se declaran creyentes mantienen posiciones mucho más moderadas); leyes (aborto, matrimonio gay) que la mayoría de españoles afirma que se corresponden con el país que desean iniciado el siglo XXI. Para acallar las protestas de esa minoría, la reforma, si finalmente se produce, resultará en una evidente involución que generará una situación de injusticia y desprotección.
Los estudios de la Organización Mundial de la Salud demuestran que las leyes más restrictivas no reducen el número de abortos y, sin embargo, elevan los riesgos para las mujeres al aumentar las intervenciones clandestinas con escaso control sanitario. Tales leyes condenan a una maternidad no deseada a las mujeres con menos recursos, permitiendo a las demás sortearlas viajando a otros países.
La reforma que se plantea, aun sin concretar, supone un grave retroceso. Ignora los dictámenes científicos sobre el embrión temprano —inviable de manera independiente—, rechaza una ley vigente que es más garantista con el feto y aporta mayor seguridad jurídica que la de 1985, y supone un ataque a la autonomía de las mujeres y a la capacidad de decisión sobre su cuerpo. La posibilidad de que la norma suprima o limite severamente el supuesto de malformaciones graves supone una aberración moral, denunciada de forma incansable por médicos cuyas vidas profesionales han sido entregadas a los cuidados de estas enfermedades, y un retroceso inaceptable en una democracia avanzada como pretende ser España.
Conviene recordar que la actual ley del aborto protege la libertad de las mujeres, pero no obliga a nadie a interrumpir un embarazo. Alegar que responde también a la necesidad de reforzar el derecho a la maternidad supone un sarcasmo que insulta a la inteligencia. Igualmente insultantes resultan las justificaciones de la reforma alegando que se busca defender a las mujeres de la “violencia estructural” de la sociedad que, según estos criterios oscurantistas, las presiona hasta conducirlas al quirófano para poner término a su embarazo. Violencia estructural es la que se producirá de nuevo si este país vuelve a una regulación del aborto que obligue a las mujeres a prácticas propias de la espesa atmósfera del franquismo y que los legisladores quisieron y pudieron resolver en la temprana hora de la democracia en España.
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