Historia de un irreverente
Michael Moore era un adolescente de 14 años cuando recibió “una llamada.” Se lo dijo a sus padres y se dispuso a irse de casa. Si no intentaron retenerlo fue porque toda la familia consideraba un gran honor que uno de sus miembros hubiera recibido “esa llamada.” Así que el chico hizo una pequeña maleta, se despidió de sus hermanas, subió al coche de papá y mientras avanzaba veía con especial atención las casas y las calles del barrio donde nació y creció, como si la nostalgia lo invadiera. Era 1968, miles de jóvenes tomaban las calles de París, Chicago o México, pero Michael Moore se dirigía al Seminario porque quería ser sacerdote.
El que más tarde se convertiría en uno de los cineastas más irreverentes, comprometidos y provocadores, había nacido en una familia católica y devota de clase media, en Flint, Michigan, que no estaba dispuesta a interponerse entre el Espíritu Santo y su hijo. Y Mike, buen muchacho, educado en colegio de monjas, estaba dispuesto a levantarse todos los días a las cinco de la mañana, rezar, pasar largos periodos de silencio, estudiar arduamente y cumplir castigos severos por desobedecer alguna norma. Pero sus dos compañeros de habitación se interpondrían en su camino.
Eran dos compañeros que no querían ser sacerdotes. Estaban ahí porque sus padres los habían obligado con la esperanza de que “se enderezaran.” Pero ellos preferían las chicas, las fiestas, fumar, decorar el baño con pósters de Playboy y escaparse del Seminario. Cuando se enteraron de que Mike tenía el firme y serio propósito de ser un gran religioso, no dudaron en burlarse de él e intentar destruir su vocación con bromas pesadas. No contaban con que lo que realmente apartaría a Michael Moore de la vida monacal serían las constantes e incómodas preguntas que lanzaba a sus profesores: “si Jesús era judío, ¿de dónde salió la Iglesia Católica? ¿Qué lección hemos de sacar de cuando Jesús aporreó a los tipos que prestaban dinero en el Templo? Si Jesús estuviera aquí y ahora, ¿enviaría soldados a Vietnam? En la Biblia no se menciona a Jesús cuando tenía entre doce y treinta años, ¿qué hizo durante ese tiempo? Yo tengo algunas teorías…”
Por eso el director quiso hablar con él:
—Lo mejor es que no vuelvas el año que viene.
—Pues yo ya tenía planeado irme, iba a decírselo. Así que no me echa. ¡Me voy! Pero, ¿por qué me pide que no vuelva?
—Es sencillo: ofendes a los demás chicos haciendo demasiadas preguntas. Siempre estás: “por qué, para qué.” Puedes aceptar las cosas o no. No hay término medio. La verdad es que no funcionarías como sacerdote.
No funcionó y se fue a una secundaria pública. Un día iba a comprar una bolsa de Ruffles y se fijo en un letrero: “Concurso de discursos sobre la vida de Abraham Lincoln.” Participó y ganó. Sus contrincantes se centraron en alabar a Lincoln, en cómo ganó la guerra de Secesión. Él, en cambio, habló sobre las prácticas segregacionistas, sobre la discriminación por cuestión de raza. Y a partir de entonces no dejaría de ocuparse de temas polémicos. Primero en un periódico y luego en sus películas.
Michael Moore cuenta anécdotas como estas en Cuidado conmigo (Ediciones B, 2012), una serie de relatos autobiográficos que, después de su éxito en inglés, se publican ahora en español. Son 500 páginas con los acontecimientos que marcaron su infancia y juventud. Están su familia y sus amigos. Está su ciudad y su estado natal. Está el perfil de su país bajo su mirada singular. Y están, sobre todo, los hechos que lo impulsaron a dedicarse al cine con un estilo propio.
El libro comienza con el Epílogo. Cuenta el acoso, las amenazas y las intimidaciones que sufrió después de aquel discurso que pronunció la noche del 23 de marzo de 2003, cuando ganó el Oscar al mejor documental por Bowling for Columbine:
—Vivimos en un momento en que tenemos resultados electorales ficticios [en referencia al cuestionado triunfo de George W. Bush]. Vivimos en un momento en que tenemos a un hombre que nos envía a la guerra [en Irak] por razones ficticias. ¡Qué vergüenza, señor Bush! ¡Qué vergüenza!
Se desataron los abucheos, comenzó a sonar la música y él tuvo que abandonar el escenario. Era un momento en que la mayoría de los estadounidenses estaban convencidos de que su presidente tenía razón al atacar Irak porque era un país que representaba una “amenaza para la seguridad internacional” con sus “armas de destrucción masiva.” ¿Cómo se atrevía Michael Moore a cuestionar algo así? ¿No era “un patriota”?
Al llegar a Michigan vio montones de estiércol de caballo en la puerta de su casa y varios carteles: “lárgate”, “basura comunista”, “traidor.” Empezó a recibir decenas de cartas y llamadas telefónicas llenas de insultos. Y amenazas de muerte. Los guardaespaldas comenzaron a acompañarlo a todas partes para defenderlo de “posibles atentados” (que los hubo). Pero el tiempo le daría la razón: Bush atacó Irak basado en mentiras y con la complicidad inicial de buena aparte de los medios de información: no había “armas de destrucción masiva” en Irak.
En ese contexto, parecía que Bush no tendría fácil la reelección. Y en 2004 Moore quiso contribuir a ello con Farenheit 9/11, recordando las irregularidades de las elecciones del año 2000 y la relación de la familia del presidente con la familia real saudí y la de Osama Bin Laden y la construcción de mentiras y los motivos financieros para invadir Irak y la falta de autocrítica de la sociedad estadounidense.
La película obtuvo la Palma de Oro del Festival de Cannes, un éxito en taquilla sin precedentes para un documental, la aclamación internacional pero, también (de nuevo) el feroz señalamiento: “Michael Moore odia América.” Finalmente Bush fue reelecto y, de 2005 a 2007, el cineasta dejó de hacer apariciones públicas.
No es que hubiera “tirado la toalla.” Estaba buscando nuevos asuntos para llevarlos sin ficción a la pantalla. No quería, simplemente, ser el “listillo” que “lleva la contraria”, como algunos también lo han calificado. Aunque esto, reconoce en el libro, no está muy alejado de la realidad. Por ejemplo: cuando era un bebé gateaba hacia atrás, “como si tuviera ojos en la aparte de atrás del pañal”, en dirección contraria a todos los nenes.
Su madre le enseñó a leer cuando él acababa de cumplir cuatro años. Juntos descifraban el periódico. Luego iba a la biblioteca y se llevaba varios libros a casa. Al llegar al primer año de primaria, las monjas le dijeron que lo pasarían a segundo pues ya sabía lo que le iban a enseñar. Su madre dijo que no.
Su abuela le decía que la familia no tenía joyas, pero tenía historias. Le contaba, por ejemplo, la de sus antepasados del siglo XIX que formaron parte de los primeros colonos de Michigan, de cómo cooperaban con los indios y de lo orgullosos que se sentían porque nunca empuñaron armas.
Michael Moore era un niño apasionado de la historia y la política. Cuenta que un día, cuando su madre lo llevó a conocer el Capitolio de Washington, se perdió entre los pasillos del edificio y recibió la ayuda de un joven senador. Era Robert Francis Kennedy. Cuenta también uno de los momentos difíciles de su vida: cuando murió su madre. Un día se puso muy enferma y Moore dudó en llevarla al “hospital más cercano” o al “mejor hospital.” Eligió la primera opción y… no había suficiente personal médico ni bien capacitado ni el equipo técnico necesario. La señora murió al día siguiente y la tristeza y la culpa no dejan de asaltar al también autor de Estúpidos hombres blancos.
Recuerda cómo se enfrentó con timidez a sus primeras citas de amor, la idea de escapar a Canadá para evitar que el ejercito lo llamara para participar en la guerra de Vietnam (a su padre lo llamaron para ir a la Segunda Guerra Mundial y estuvo a punto de morir y él no quería pasar por lo mismo), para qué servía ser parte del consejo Educativo de su Escuela y defender los derechos de los estudiantes y cómo intentó ayudar a su mejor amiga para que abortara, pues a pesar ser un católico practicante consideraba que “un óvulo fecundado no es un ser humano. La vida comienza fuera del útero.”
Pero la etapa de su vida que sentaría las bases para su posterior éxito profesional serían sus años de periodista. En 1976, junto con un grupo de amigos, fundó el periódico Flint Voice. Se dedicaban, principalmente, a hacer reportajes de denuncia acerca de los abusos de políticos y empresarios. A principios de los 80 del siglo pasado viajó a Acapulco para colarse en una serie de reuniones en donde varios magnates estadounidenses se planteaban cómo trasladar sus compañías a México con el fin de abaratar costos. Una de esas compañías era General Motors.
La fábrica de General Motors era el principal sostén económico de una pequeña ciudad como Flint, donde había nacido y crecido Michael Moore. Poco tiempo después, con este antecedente, haría su primera película. Ya no tenía trabajo, había cerrado su periódico y pensó que sería buena llevar a la pantalla el caso de cómo Flint y su industria languidecían. Moore había visto cientos de películas, hacía un profundo análisis argumental y técnico de las que más le gustaban, pero nunca había estudiado cine y mucho menos había intentado hacer una. Así que recurrió a Kevin Rafferty, director de documentales como The atomic cafe.
El 6 de noviembre de 1986, Roger B. Smith, director general de General Motors, anunció el cierre de once de sus fábricas, entre ellas la de Flint, Michigan. Eso significaba que echaría a la calle a 10 mil personas tan sólo en esa ciudad. Era como destruirla porque la gente tendría que irse a buscar trabajo a otra parte. Y eso merecía una película. Moore fue a Nueva York para hablar con Kevin Refferty, recibió las mejores lecciones de cine y, sobre todo, la ayuda para filmar y editar lo que más tarde sería Roger y yo, el primer film de Moore. En ese momento no lo sabía, pero su amigo Kevin era sobrino de George Bush padre. “Mi madre y Bárbara Bush son hermanas”, le dijo después para confirmarle que al destino le gustan este tipo de ironías: su principal maestro era parte de la familia del presidente que en el siglo XXI sería objeto de su producción cinematográfica. Porque a partir de entonces, Michael Moore, ataviado con su gorra, sus lentes, su pantalón de mezclilla, sus tenis y su chamarra (el look de un “niño grandote”) se dedicaría a ir con su cámara por los centros neurálgicos de la sociedad estadounidense para hacer preguntas incómodas. Como las que hacía en el Seminario cuando quería ser sacerdote.
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