Precipitación
La jornada intensiva escolar no debería generalizarse sin evaluar los riesgos sociales
En apenas unos años, la implantación de la jornada intensiva en los
centros escolares de infantil y primaria se ha extendido en España hasta
alcanzar el 62%, aunque distribuida de forma muy desigual. Esta era una
vieja reivindicación del profesorado que chocaba con la oposición de
los padres y la resistencia de la propia Administración. En los últimos
años, sin embargo, muchos colegios han abandonado la jornada partida
para concentrar toda la actividad lectiva por la mañana. En algunas
comunidades, es ahora la propia Administración la que alienta el cambio,
pero la sospecha de que la razón que prima es el ahorro económico
empaña una decisión que en todo caso debería estar motivada por sólidas
razones pedagógicas.
Hasta el momento no existen estudios comparativos que permitan concluir que una modalidad de jornada es mejor que la otra. Ambas opciones pueden observarse tanto en el grupo de países que obtienen excelentes resultados pedagógicos como en los que tienen mayor fracaso escolar. En el caso de España, sin embargo, las circunstancias que rodean la progresiva implantación de la jornada intensiva hacen sospechar que lo que predominan son motivaciones extrapedagógicas. Lo razonable sería establecer, como han hecho las autoridades catalanas, un plan piloto en unos cuantos centros y tomar la decisión cuando se pueda evaluar los resultados.
Con la jornada intensiva se consiguen ahorros en los costes de mantenimiento. Por otra parte, atender esta reivindicación del profesorado permite aliviar las tensiones derivadas de los recortes. Muchos padres aceptan el cambio porque, en un contexto de dificultades económicas, pueden ahorrarse gastos de comedor, transporte y monitores.
Concentrar las clases por la mañana puede propiciar mejoras en el rendimiento y la disciplina, pero las actividades programadas por la tarde garantizaban a muchos niños de situación económica desfavorecida un entorno educativo que compensaba las carencias del hogar. Las familias con recursos podrán seguir pagando actividades extraescolares a sus hijos, mientras que la medida puede condenar a los niños con menos recursos a tardes ociosas y sedentarias ante el televisor. Un cambio tan importante no debería adoptarse con precipitación y sin evaluar tanto las bondades pedagógicas como los posibles costes sociales.
Hasta el momento no existen estudios comparativos que permitan concluir que una modalidad de jornada es mejor que la otra. Ambas opciones pueden observarse tanto en el grupo de países que obtienen excelentes resultados pedagógicos como en los que tienen mayor fracaso escolar. En el caso de España, sin embargo, las circunstancias que rodean la progresiva implantación de la jornada intensiva hacen sospechar que lo que predominan son motivaciones extrapedagógicas. Lo razonable sería establecer, como han hecho las autoridades catalanas, un plan piloto en unos cuantos centros y tomar la decisión cuando se pueda evaluar los resultados.
Con la jornada intensiva se consiguen ahorros en los costes de mantenimiento. Por otra parte, atender esta reivindicación del profesorado permite aliviar las tensiones derivadas de los recortes. Muchos padres aceptan el cambio porque, en un contexto de dificultades económicas, pueden ahorrarse gastos de comedor, transporte y monitores.
Concentrar las clases por la mañana puede propiciar mejoras en el rendimiento y la disciplina, pero las actividades programadas por la tarde garantizaban a muchos niños de situación económica desfavorecida un entorno educativo que compensaba las carencias del hogar. Las familias con recursos podrán seguir pagando actividades extraescolares a sus hijos, mientras que la medida puede condenar a los niños con menos recursos a tardes ociosas y sedentarias ante el televisor. Un cambio tan importante no debería adoptarse con precipitación y sin evaluar tanto las bondades pedagógicas como los posibles costes sociales.
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