domingo, 28 de abril de 2013

Dos Españas

Las dos Españas
Marcos Roitman Rosenmann
Antonio Machado, poeta andaluz, republicano, antifascista, muerto en el exilio, acuñó el concepto. El siglo XX español nacía en medio de una crisis de identidad. Se trataba de luchar contra la oligarquía, el caciquismo y las formas rancias del nacional-catolicismo defendidas por Ramiro de Maeztu y Marcelino Menéndez Pelayo.
La guerra hispano-cubano-norteamericana provocó frustración. A principios del siglo XX la España imperial era historia. Nacía la generación del 98. La pobreza, el hambre y la crisis institucional copaban los debates. Antonio Machado lo puso en blanco y negro: Ya hay un español que quiere vivir y a vivir empieza, entre una España que muere y otra que bosteza. Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón.
Con el advenimiento de la II República, las dos Españas se definieron políticamente. Una levantó un proyecto laico, moderno, antifeudal y progresista. La otra decidió abrazar la España rancia, los intereses de la oligarquía terrateniente apoyándose en el nacional-catolicismo y el ideario fascista. La derrota de la II República hizo trizas el proyecto democrático. Los derechos sindicales, las libertades políticas, la reforma agraria, la enseñanza pública, la participación de la mujer, fueron eliminados de un plumazo y sus defensores perseguidos hasta la muerte. Así se inauguraba la larga noche del franquismo, que duró casi 40 años (1939-1975). Durante este tiempo primaron el odio, la represión y el fanatismo religioso. Una supuesta conspiración comunista, judeo-masónica para destruir España, fue la excusa para llevar al paredón a miles de republicanos. Francisco Franco utilizó el anticomunismo como mecanismo para cohesionar el régimen y ganar adeptos. Y lo consiguió. Entre la modernización del Opus Dei, la incorporación a Naciones Unidas y la visita del presidente estadunidense Dwight Eisenhower en 1959, una de las dos Españas, la falangista, católica, apostólica y romana, alimentó la unidad del régimen. El ritual franquista se inauguraba con el saludo fascista, la veneración al caudillo y declamando: España: ¡Una!, España: ¡Grande!, España: ¡Libre!, España: ¡Una, grande y libre!
Tras la muerte de Franco, las dos Españas, hasta ese momento irreconciliables, se acercaron hasta fundirse. Fue el tiempo de la reconciliación. Republicanos, franquistas, monárquicos, socialistas, comunistas, democristianos y liberales se unieron para iniciar la transición, principio del fin de las dos Españas. Se legalizarían los partidos políticos de la izquierda histórica, PSOE y PCE, los sindicatos de clase y dio voz a los partidos burgueses nacionalistas. El miedo a una nueva guerra civil se desvanecía. Junto a ello, los crímenes de lesa humanidad del franquismo se invisibilizan. La restauración borbónica nació libre de polvo y paja. Una ley de amnistía, el abandono de la justicia reparadora y el pacto de silenció evitó que los cadáveres de los miles de republicanos fusilados durante el franquismo fueran reconocidos y recuperados por sus familiares para darles una sepultura digna.
Los partidos políticos perseguidos durante la dictadura, a cambio del silencio, recibieron, bajo el principio de compensar el patrimonio expropiado durante el franquismo, millones de pesetas y propiedades. Quid pro quo. Quienes se opusieron a la corona y los pactos de la Moncloa fueron etiquetados como escoria que resucitaba la idea de las dos Españas. En ella, se dijo, habitaban los nostálgicos del franquismo y los republicanos. En el medio, los salvadores de la patria, defensores de la unidad de España bajo la corona borbónica. La nueva España nacía hipotecada. Sus padres putativos le dieron la bienvenida. Siguieron mandando los de siempre, esta vez con el aval de los advenedizos legitimados por Estados Unidos, la socialdemocracia y la comunidad europea.
Hoy, en medio de la crisis, se constata la existencia, nuevamente, de dos Españas. Pero sin las connotaciones del siglo pasado. Me refiero a una, oficial, representada por la clase política, monárquica, cortesana e institucional. La otra, a la que pertenecen millones de españoles y sufre las decisiones de la primera. La España oficial, minoritaria, sin vocación democrática, vive ajena a las preocupaciones y problemas de sus conciudadanos. Alega tener la legitimidad de las urnas y ser depositaria de la voluntad general. Anida en las instituciones políticas. Se arropan entre ellos y están protegidos por un halo de impunidad que recubre sus actos. Hacen y deshacen en nombre del pueblo, rompiendo promesas electorales, violando programas y principios ideológicos. Adoptan una actitud de desprecio cuando se les pide explicaciones o increpa por corruptos, altaneros y mentirosos. En ese instante, la España oficial se pone el traje de víctima. Despotrica y solicita protección policial contra los alborotadores. Aducen acoso, violación de intimidad y sentirse indefensos. Declaman ser buena gente, no hacer daño a nadie, sacar a pasear sus mascotas, querer sus hijos, pagar las cuentas en el bar, dar propina, ser fieles a sus amantes y comer tortilla de patatas. Por ello, se preguntan, ¿por qué tanta inquina, si no han hecho nada malo? Ellos sólo cumplen con su deber, firman leyes que recortan los salarios, rescatan bancos, facilitan el despido libre, privatizan la sanidad, la educación y, de paso, promueven el desempleo. Nada del otro mundo. Cumplen con lo mandado por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y Bruselas. Unos cuantos desahucios, más de 700 mil, 26 por ciento de desempleo, el aumento de los suicidios acompañado de consumo exponencial de ansiolíticos que afecta a 8 por ciento de la población. Viven de espalda a la realidad. Según nos relatan, están atados de pies y manos. Piden comprensión, la marca España está en peligro. La corrupción, el tráfico de influencias, la evasión de capitales, el hambre y la exclusión social, alega el gobierno del Partido Popular, ellos no la provocaron, es la herencia del PSOE. Unos atacan, otros se defienden. El presidente del gobierno, Mariano Rajoy, habla de un complot hacia la clase política, el rey, los jueces y las instituciones democráticas. Una nueva leyenda negra se cierne sobre España. Así perciben el mundo. La ministra de Sanidad, Ana Mato, y su ex marido, Jesús Sepúlveda, acusados de corrupción, disfrutar viajes, fiestas y aceptar coches de lujo, pagados por la trama corrupta del Partido Popular, se acoge al machismo ramplón. Ella, mujer de la casa, dice, no preguntó la procedencia de dichas regalías. Hoy, para capear el temporal, su ex marido no tiene nombre. Cuando se le pregunta, la ministra Mato responde: ...pregúntele a esa persona. Los ejemplos sobran.
La otra España, a la que pertenece la mayoría de la población, se siente engañada, desamparada, indefensa. Asiste incrédula al derrumbe de sus ilusiones. La conforman todas las clases sociales y han votado a todos los partidos, sin excepción. Otros se identifican con los movimientos sociales, como el 15-M; piden democracia real ya; la plataforma de los desahuciados que lucha por la dación en pago, el alquiler social, no perder su vivienda y el acoso de los bancos; los maestros de escuela que salen a la calle en defensa de una educación pública, digna y de calidad; los médicos, enfermeras y el personal auxiliar opuestos a la privatización de la sanidad, el cierre de centros de urgencia, aquellos que no entienden la salud como un negocio, sino patrimonio social; los jubilados, a los cuales se les congelan las pensiones; los pequeños y medianos ahorradores estafados por las preferentes bancarias; los estudiantes que ven aumentar la matrícula universitaria en 200 por ciento. Las amas de casa que soportan la estructura cotidiana del hogar con hijos en paro y sin salidas profesionales; los cientos de familias que han pasado a vivir en albergues, coches o colchones improvisados bajo puentes, alimentándose en comedores sociales; los profesionales, investigadores, científicos y becarios de centros de excelencia que han visto cerrar sus puertas por los recortes; los trabajadores y obreros cuyos convenios colectivos se negocian a la baja intimidados con la amenaza de despido. Esta España, la de todos, no renuncia a las instituciones, a ser tenida en consideración política. Pero la otra España hace oídos sordos y levanta un muro para no ver el sufrimiento que padecen sus conciudadanos. No está a la altura de un pueblo que mantiene, por encima de todo, la dignidad, y les guste o no les llama mentirosos, corruptos y asesinos, que lo son.

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