Pagar una carrera para terminar de camarero
Licenciados de EE UU denuncian a sus campus porque la promesa laboral no se cumplió
Algunos expertos han hablado de una burbuja universitaria. ¿Podría ocurrir en Europa?
Cuanta más educación, menos paro y mejores salarios. Al menos, eso es
lo que dicen las estadísticas. Por ejemplo, en España, en lo más duro
de la crisis económica, la tasa de desempleo es la mitad entre los
titulados superiores (17%) que entre los que tienen estudios
obligatorios (34,4%); y entre los que tienen un doctorado es del 4,6%.
Además, los licenciados españoles ganan un 49% más que la media, según
cifras de la OCDE de 2010. En Estados Unidos, esa diferencia alcanza el
92%. Por eso, no es extraño que muchos jóvenes hagan el esfuerzo de
estudiar una carrera, algo que en el país norteamericano supone también
un importante desembolso económico (en la pública cuesta casi 6.000
euros al año de media). Pero ¿y si al final no da el resultado
prometido? ¿Qué pasa si caes en el lado malo de la estadística? ¿Y si el
trabajo es de dependiente en una tienda?
Graduados de una veintena de universidades de Estados Unidos han demandado a sus campus por publicidad engañosa. Sostienen que las instituciones —todas escuelas privadas de Derecho— facilitaron a sabiendas cifras de colocación laboral de sus titulados que no se corresponden con la realidad. Y cinco de esas demandas han sido admitidas a trámite en California, las presentadas contra San Francisco’s Golden Gate University, Southwestern, San Diego’s Thomas Jefferson, University of San Francisco y California Western School of Law, donde estudiar cuesta de media 40.000 dólares al año (algo más de 30.000 euros).
“Si eso es cierto, es lamentable que una universidad pueda utilizar mentiras o estadísticas engañosas de esa manera. No se puede justificar en lo más mínimo, pero creo que muestra la desesperación de unas universidades que han construido una operación de un cierto tamaño que necesita mucho dinero mantener (edificios, salarios, mantenimiento, etcétera)”, señala la profesora de la Universidad de York, en Toronto (Canadá), Sheila Embleton.
Pero en un país, Estados Unidos, donde los precios de las universidades no han dejado de crecer y crecer en las últimas décadas y los graduados acumulan una deuda de 786.163 millones de euros (el presidente Obama tuvo que lanzar un plan hace dos años para rescatar a muchos de ellos), esta demanda puede ser otro síntoma de algo más grande que la pura publicidad engañosa.
Hace unos años, el profesor de Derecho de la Universidad de Tennessee Glenn Reynolds popularizó el término “burbuja universitaria”, a semejanza de la inmobiliaria que infló los precios de las viviendas, gracias, entre otras cosas, a la facilidad para obtener créditos. Los precios alcanzaron unas cifras que no se correspondían con su valor real. Algo parecido, sostenía Reynolds, estaba sucediendo con las matrículas universitarias. ¿Y si los estudiantes estaban pagando una cantidad de dinero por algo que en realidad vale mucho menos? “¿Cuál es el valor de una carrera? Obviamente, eso depende de muchas cosas, y la cantidad que se pagó por los estudios y la deuda con la que sale el graduado no es la menor de ellas. Lo ideal sería que no se midiera su valor solo en términos de colocación en el mercado de trabajo y los salarios, pero, siendo realista, es así”, opina Embleton.
En España, en torno al 70% de las personas que estudian una carrera universitaria lo hacen, en primer lugar, para encontrar un buen trabajo, recuerda el catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra José García-Montalvo. Pero en todo sistema educativo, una de las mayores dificultades, si no la mayor, para quien lo administra es buscar el equilibrio entre las esperanzas, deseos, capacidades, gustos y expectativas de millones de individuos, y las necesidades de una sociedad en general y de un mercado laboral en particular.
Hace unas semanas, se formó una gran polvareda porque el ministro de Educación, José Ignacio Wert, planteó esa idea del siguiente modo: se debería “inculcar a los alumnos universitarios a que no piensen solo en estudiar lo que les apetece o a seguir las tradiciones familiares a la hora de escoger itinerario académico, sino a que piensen en términos de necesidades y de su posible empleabilidad”.
Lo cierto es que muchísimos ya lo hacen, pero les falta información. El experto de la Unesco Francesc Pedró hablaba hace unos años (entonces, desde la OCDE) de un “sistema ciego” que obliga a los estudiantes a guiarse únicamente “por sus preferencias o intuiciones”, pero sin “contar también con criterios racionales”. De hecho, un informe del anterior Gobierno socialista reclamaba a las universidades más instrumentos de transparencia para poder poner en común y comparar los resultados de las universidades para que todos los actores puedan tomar decisiones “con las máximas garantías de acierto”. En el caso de los alumnos, podrían ser comparativas sobre la tasa de abandono de una carrera o la tasa de inserción laboral una vez titulados.
“La solución en España sería que una entidad pública se encargue de publicar los resultados en el mercado de trabajo de los graduados por titulaciones y universidades para que no entren engañados en las carreras (tasas de desempleo, salarios medios, niveles de sobrecualificación). Hay quien quiere ir a la universidad a hacerse un ciudadano y no le interesan las salidas del mercado laboral, pero la gran mayoría lo hacen para mejorar su empleabilidad. Estos deberían conocer con rigor y precisión qué les espera cuando salgan dependiendo de la carrera elegida. Aún así, podrían elegir lo que creen que les gusta frente a lo que tiene salidas profesionales, pero al menos la decisión sería informada”, señala García-Montalvo.
A pesar de todo, la situación en general en Europa, en cuanto a una posible burbuja universitaria, no es comparable a la estadounidense, pues los precios de las carreras son en general mucho menores, exceptuando algunas escuelas de negocio muy caras, recuerda el experto en educación superior de la Universidad de Ámsterdam J. W. M. de Wit. “En Estados Unidos, el problema es que los estudiantes combinan estudio y trabajo para cubrir sus costes, lo que hace que los alumnos tarden más tiempo en hacer la carrera y que descienda la calidad y la excelencia. Además, como hay menos empleos disponibles por la crisis, los préstamos estudiantiles aumentan y también las deudas”, dice De Wit.
Sin embargo, hay desde hace años una fuerte presión desde algunos sectores y algunos especialistas por elevar el precio de las matrículas universitarias, y así ha ocurrido en países como Austria, Hungría o Irlanda (donde se ha duplicado en los últimos años hasta los 2.000 euros anuales), aunque el mayor aumento se ha dado en Inglaterra. Allí, las carreras costaban unos 1.250 euros anuales en 1998; hasta 3.000 en 2003 y hasta 11.250 euros en 2010. Esta última subida se compensa con un sistema de préstamos públicos.
En España, el precio de las carreras ha aumentado este curso un 16% de media, hasta alcanzar un promedio de 1.074 euros, desde los 714 euros en Galicia hasta los más de 1.500 en Madrid y Cataluña. En el caso de los repetidores, el coste se multiplica. Y con los másteres, el aumento medio en buena parte de los títulos ha llegado a los 1.000 euros, con precios que van desde entre los 1.590 euros por curso en Galicia hasta los 4.290 en Canarias.
“Privatizar la universidad pública y hacer pagar a los estudiantes lo que se llama el ‘coste real’ de los estudios son, desde luego, propósitos que se expresarán cada vez con menos disimulo y que acabarán cumpliéndose, pero mucho más paulatinamente de lo que gustaría”, opina el catedrático de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid Antonio Valdecantos. “Tendrá que pasar un par de generaciones, porque la capacidad de resistencia de las universidades públicas españolas es muy superior a la de otros sectores de la sociedad. Por otra parte, las universidades privadas (salvo las eclesiásticas, que son muy tradicionales, y en eso se asemejan, curiosamente, a las públicas de toda la vida) han cosechado un prestigio académico muy escaso, de modo que solo son competitivas como escuelas profesionales y dentro de sectores sociales reducidos”, añade. “Lo anterior es compatible, sin embargo, con operaciones muy agresivas, como la tocante a los estudios de máster”.
De Wit, por su parte, insiste en que el del precio de las matriculas —y, por tanto, el de la posible burbuja— no es el problema de Europa. Recuerda, por ejemplo, que la mayor parte de Estados de Alemania está eliminando las tasas universitarias para volver a las matrículas gratuitas. “En Europa, la mayor preocupación es la masificación en las carreras de humanidades y Ciencias Sociales, la escasez de ingenieros y Ciencias Exactas o el aumento del desempleo entre los graduados. Todo ello, combinado con los recortes en educación pueden disminuir la calidad, lo que requeriría más selección para entrar en un grado o en un máster y más movilidad de los titulados”, dice el profesor.
García-Montalvo, no obstante, opina que el bajo precio que pagan los alumnos en Europa (al menos en comparación con Estados Unidos) no elimina en absoluto el peligro de burbuja. “Es cierto que el coste que paga el estudiante es bajo, pero el coste total es bastante alto. Una carrera de cuatro años no experimental sale por 32.000 euros. Y si a eso le añadimos el coste de oportunidad del alumno se eleva todavía más (en las demandas de EE UU un componente fundamental para el cálculo de la indemnización que piden es el coste de oportunidad). Aquí en España el problema es que el contribuyente, que es el que paga la mayor parte de la factura, no pondrá una demanda en los juzgados”.
Así, vuelve a insistir en la necesidad de transparencia para que los universitarios tomen decisiones informadas. “La información no garantiza que se pinche la burbuja universitaria (a veces la presión social por realizar estudios universitarios es mayor que la lógica económica), pero sí que facilitaría un ajuste más rápido entre oferta y demanda. El ajuste al final acaba produciéndose (pensemos en la espectacular caída de las Humanidades en los últimos 15 años), pero la transición es demasiado larga y deja en la cuenta a demasiados estudiantes que, buscando mejorar su empleabilidad, equivocaron la carrera o incluso iniciaron estudios universitarios”.
García-Montalvo, el catedrático de la Pompeu Fabra, se refiere al exceso de oferta de titulaciones con muy pocos alumnos de la que se han quejado multitud de expertos desde hace años. Pero la idea de una posible burbuja universitaria en España se ha asociado también desde muchos ámbitos a un “excesivo” número de universidades.
Un lugar común que Valdecantos rechaza completamente. “En cualquier país culto hay más universidades que en España y nadie considera esto un despilfarro. No parece que sea lo mismo que los aeropuertos, por ejemplo”. Para el catedrático de Filosofía, el problema es que “la mayor parte de las universidades públicas nuevas se han concebido con un notorio mimetismo respecto de las privadas, como si una universidad fuese un centro de preparación para profesiones de éxito. El resultado ha sido en muchos casos una enseñanza académicamente pobre e inspirada solo en criterios de rentabilidad. Pero la Universidad solo es tal (y solo puede triunfar) cuando no intenta ser rentable”.
Graduados de una veintena de universidades de Estados Unidos han demandado a sus campus por publicidad engañosa. Sostienen que las instituciones —todas escuelas privadas de Derecho— facilitaron a sabiendas cifras de colocación laboral de sus titulados que no se corresponden con la realidad. Y cinco de esas demandas han sido admitidas a trámite en California, las presentadas contra San Francisco’s Golden Gate University, Southwestern, San Diego’s Thomas Jefferson, University of San Francisco y California Western School of Law, donde estudiar cuesta de media 40.000 dólares al año (algo más de 30.000 euros).
“Si eso es cierto, es lamentable que una universidad pueda utilizar mentiras o estadísticas engañosas de esa manera. No se puede justificar en lo más mínimo, pero creo que muestra la desesperación de unas universidades que han construido una operación de un cierto tamaño que necesita mucho dinero mantener (edificios, salarios, mantenimiento, etcétera)”, señala la profesora de la Universidad de York, en Toronto (Canadá), Sheila Embleton.
Pero en un país, Estados Unidos, donde los precios de las universidades no han dejado de crecer y crecer en las últimas décadas y los graduados acumulan una deuda de 786.163 millones de euros (el presidente Obama tuvo que lanzar un plan hace dos años para rescatar a muchos de ellos), esta demanda puede ser otro síntoma de algo más grande que la pura publicidad engañosa.
Hace unos años, el profesor de Derecho de la Universidad de Tennessee Glenn Reynolds popularizó el término “burbuja universitaria”, a semejanza de la inmobiliaria que infló los precios de las viviendas, gracias, entre otras cosas, a la facilidad para obtener créditos. Los precios alcanzaron unas cifras que no se correspondían con su valor real. Algo parecido, sostenía Reynolds, estaba sucediendo con las matrículas universitarias. ¿Y si los estudiantes estaban pagando una cantidad de dinero por algo que en realidad vale mucho menos? “¿Cuál es el valor de una carrera? Obviamente, eso depende de muchas cosas, y la cantidad que se pagó por los estudios y la deuda con la que sale el graduado no es la menor de ellas. Lo ideal sería que no se midiera su valor solo en términos de colocación en el mercado de trabajo y los salarios, pero, siendo realista, es así”, opina Embleton.
En España, en torno al 70% de las personas que estudian una carrera universitaria lo hacen, en primer lugar, para encontrar un buen trabajo, recuerda el catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra José García-Montalvo. Pero en todo sistema educativo, una de las mayores dificultades, si no la mayor, para quien lo administra es buscar el equilibrio entre las esperanzas, deseos, capacidades, gustos y expectativas de millones de individuos, y las necesidades de una sociedad en general y de un mercado laboral en particular.
Hace unas semanas, se formó una gran polvareda porque el ministro de Educación, José Ignacio Wert, planteó esa idea del siguiente modo: se debería “inculcar a los alumnos universitarios a que no piensen solo en estudiar lo que les apetece o a seguir las tradiciones familiares a la hora de escoger itinerario académico, sino a que piensen en términos de necesidades y de su posible empleabilidad”.
Lo cierto es que muchísimos ya lo hacen, pero les falta información. El experto de la Unesco Francesc Pedró hablaba hace unos años (entonces, desde la OCDE) de un “sistema ciego” que obliga a los estudiantes a guiarse únicamente “por sus preferencias o intuiciones”, pero sin “contar también con criterios racionales”. De hecho, un informe del anterior Gobierno socialista reclamaba a las universidades más instrumentos de transparencia para poder poner en común y comparar los resultados de las universidades para que todos los actores puedan tomar decisiones “con las máximas garantías de acierto”. En el caso de los alumnos, podrían ser comparativas sobre la tasa de abandono de una carrera o la tasa de inserción laboral una vez titulados.
“La solución en España sería que una entidad pública se encargue de publicar los resultados en el mercado de trabajo de los graduados por titulaciones y universidades para que no entren engañados en las carreras (tasas de desempleo, salarios medios, niveles de sobrecualificación). Hay quien quiere ir a la universidad a hacerse un ciudadano y no le interesan las salidas del mercado laboral, pero la gran mayoría lo hacen para mejorar su empleabilidad. Estos deberían conocer con rigor y precisión qué les espera cuando salgan dependiendo de la carrera elegida. Aún así, podrían elegir lo que creen que les gusta frente a lo que tiene salidas profesionales, pero al menos la decisión sería informada”, señala García-Montalvo.
A pesar de todo, la situación en general en Europa, en cuanto a una posible burbuja universitaria, no es comparable a la estadounidense, pues los precios de las carreras son en general mucho menores, exceptuando algunas escuelas de negocio muy caras, recuerda el experto en educación superior de la Universidad de Ámsterdam J. W. M. de Wit. “En Estados Unidos, el problema es que los estudiantes combinan estudio y trabajo para cubrir sus costes, lo que hace que los alumnos tarden más tiempo en hacer la carrera y que descienda la calidad y la excelencia. Además, como hay menos empleos disponibles por la crisis, los préstamos estudiantiles aumentan y también las deudas”, dice De Wit.
Sin embargo, hay desde hace años una fuerte presión desde algunos sectores y algunos especialistas por elevar el precio de las matrículas universitarias, y así ha ocurrido en países como Austria, Hungría o Irlanda (donde se ha duplicado en los últimos años hasta los 2.000 euros anuales), aunque el mayor aumento se ha dado en Inglaterra. Allí, las carreras costaban unos 1.250 euros anuales en 1998; hasta 3.000 en 2003 y hasta 11.250 euros en 2010. Esta última subida se compensa con un sistema de préstamos públicos.
En España, el precio de las carreras ha aumentado este curso un 16% de media, hasta alcanzar un promedio de 1.074 euros, desde los 714 euros en Galicia hasta los más de 1.500 en Madrid y Cataluña. En el caso de los repetidores, el coste se multiplica. Y con los másteres, el aumento medio en buena parte de los títulos ha llegado a los 1.000 euros, con precios que van desde entre los 1.590 euros por curso en Galicia hasta los 4.290 en Canarias.
“Privatizar la universidad pública y hacer pagar a los estudiantes lo que se llama el ‘coste real’ de los estudios son, desde luego, propósitos que se expresarán cada vez con menos disimulo y que acabarán cumpliéndose, pero mucho más paulatinamente de lo que gustaría”, opina el catedrático de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid Antonio Valdecantos. “Tendrá que pasar un par de generaciones, porque la capacidad de resistencia de las universidades públicas españolas es muy superior a la de otros sectores de la sociedad. Por otra parte, las universidades privadas (salvo las eclesiásticas, que son muy tradicionales, y en eso se asemejan, curiosamente, a las públicas de toda la vida) han cosechado un prestigio académico muy escaso, de modo que solo son competitivas como escuelas profesionales y dentro de sectores sociales reducidos”, añade. “Lo anterior es compatible, sin embargo, con operaciones muy agresivas, como la tocante a los estudios de máster”.
De Wit, por su parte, insiste en que el del precio de las matriculas —y, por tanto, el de la posible burbuja— no es el problema de Europa. Recuerda, por ejemplo, que la mayor parte de Estados de Alemania está eliminando las tasas universitarias para volver a las matrículas gratuitas. “En Europa, la mayor preocupación es la masificación en las carreras de humanidades y Ciencias Sociales, la escasez de ingenieros y Ciencias Exactas o el aumento del desempleo entre los graduados. Todo ello, combinado con los recortes en educación pueden disminuir la calidad, lo que requeriría más selección para entrar en un grado o en un máster y más movilidad de los titulados”, dice el profesor.
García-Montalvo, no obstante, opina que el bajo precio que pagan los alumnos en Europa (al menos en comparación con Estados Unidos) no elimina en absoluto el peligro de burbuja. “Es cierto que el coste que paga el estudiante es bajo, pero el coste total es bastante alto. Una carrera de cuatro años no experimental sale por 32.000 euros. Y si a eso le añadimos el coste de oportunidad del alumno se eleva todavía más (en las demandas de EE UU un componente fundamental para el cálculo de la indemnización que piden es el coste de oportunidad). Aquí en España el problema es que el contribuyente, que es el que paga la mayor parte de la factura, no pondrá una demanda en los juzgados”.
Así, vuelve a insistir en la necesidad de transparencia para que los universitarios tomen decisiones informadas. “La información no garantiza que se pinche la burbuja universitaria (a veces la presión social por realizar estudios universitarios es mayor que la lógica económica), pero sí que facilitaría un ajuste más rápido entre oferta y demanda. El ajuste al final acaba produciéndose (pensemos en la espectacular caída de las Humanidades en los últimos 15 años), pero la transición es demasiado larga y deja en la cuenta a demasiados estudiantes que, buscando mejorar su empleabilidad, equivocaron la carrera o incluso iniciaron estudios universitarios”.
García-Montalvo, el catedrático de la Pompeu Fabra, se refiere al exceso de oferta de titulaciones con muy pocos alumnos de la que se han quejado multitud de expertos desde hace años. Pero la idea de una posible burbuja universitaria en España se ha asociado también desde muchos ámbitos a un “excesivo” número de universidades.
Un lugar común que Valdecantos rechaza completamente. “En cualquier país culto hay más universidades que en España y nadie considera esto un despilfarro. No parece que sea lo mismo que los aeropuertos, por ejemplo”. Para el catedrático de Filosofía, el problema es que “la mayor parte de las universidades públicas nuevas se han concebido con un notorio mimetismo respecto de las privadas, como si una universidad fuese un centro de preparación para profesiones de éxito. El resultado ha sido en muchos casos una enseñanza académicamente pobre e inspirada solo en criterios de rentabilidad. Pero la Universidad solo es tal (y solo puede triunfar) cuando no intenta ser rentable”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario