Abril vuelve a Portugal
Junto al miedo, la pobreza y los ajustes que acarrea la crisis, recientemente tumbados por el Tribunal Constitucional, en las calles lusas surge una rebelión pausada y firme que entona el viejo himno de la ‘revolución de los claveles’. Una nueva ola de cambio reclama justicia social ante los recortes.
En una loma de una zona
fronteriza entre el Algarve y el Alentejo existe un pueblo pequeño de
nombre contundentemente simbólico hoy en Portugal: Purgatório. Hay una
taberna-venta, almacenes agrícolas, un anciano cansado con garrota,
huertas y una gasolinera. La empleada de la gasolinera, Ana Encarnação
Rybak, deja de abonar geranios en una maceta para contar su vida errante
en una frase (“tengo 48 años, nací aquí, pero viví en Francia y en
Túnez antes de regresar”). Después menea la cabeza para dejar claro que
la vida en Purgatório va mal, muy mal, y da una lección práctica de eso
que los economistas de la troika denominan con su pomposidad algo
irritante “desplome del consumo interno”:
–Me han pedido ya varias veces
siete euros de gasolina, incluso cinco… pero el otro día vino un vecino y
me compró 1,75 euros de gasolina para el coche. Es el récord. Por
ahora.
El anciano de la garrota y
andares aparentemente agotados avanza ahora resueltamente por una
callecita a fin de llegar cuanto antes a la conversación –a los
portugueses les gusta hablar– y explicar el origen del nombre del
pueblo: “Las mujeres de hace muchos años lo llamaron así porque tenían
que esperar mucho tiempo a los hombres en la taberna”. Confiesa que es
propietario de la gasolinera y de la taberna, que se llama José Cabrito y
que tiene 85 años. Luego se olvida de explicaciones remotas y acepta
que el nombre de Purgatório le viene que ni al pelo al pueblo, a la
comarca y al país:
–Sí, la verdad es que estamos mal. Volvemos para atrás.
El viejo de la garrota acierta. Portugal recula, retrocede, vuelve atrás a velocidad creciente. El último trimestre de 2012, con una caída del PIB de un 3,8%,
registró el peor dato económico desde el políticamente turbulento año
de 1975. El paro crece por encima del 18%, una cifra jamás alcanzada.
Hay un 24,4% de pobres, esto es, más de dos millones y medio de
personas, según el último informe de Cáritas. Serán más, porque el
estudio se publicó en 2011, antes de los años verdaderamente malos.
La clase baja se arrastra, la
clase media se asfixia, ahogada y amedrentada con oleadas de recortes y
subidas brutales de impuestos en un país en el que el salario medio
ronda los 850 euros y el mínimo no alcanza los 500. Vuelven penurias
viejas y costumbres en blanco y negro olvidadas: hay niños que cenan la
sopa boba del tupper proporcionado por la escuelas porque sus
familias no tienen con qué alimentarles; se producen regateos
arriesgados para esquivar al médico porque la consulta en urgencias
cuesta 20 euros; proliferan los vales descuento para comprar casi de
todo, y crece la fiebre por una lotería de andar por casa, A Raspadinha, que por un euro da la posibilidad de ganar un sueldo para un año entero.
Hay una autopista al sur,
la del Algarve, la A-22, que el Gobierno, para recaudar fondos, declaró
de peaje en diciembre de 2011. Es moderna, segura y rápida, pero se
encuentra siempre vacía porque nadie está dispuesto a pagar por circular
en ella; a pocos kilómetros al sur se extiende la nacional 125, de un
carril por sentido, que discurre paralela a la A-22 y que desde
diciembre de 2011 va abarrotada. Basta recorrerla para (también aquí)
viajar atrás en el tiempo: adelantamientos apurados y peligrosos,
accidentes, mareo de las luces largas y cortas, puestos de fruta en la
cuneta, caravanas de coches detrás de camiones renqueantes… Hay que
pensar en la absurda y fantasmal autopista solitaria de al lado para
darse cuenta del tamaño y el barroquismo cruel de esta crisis.
“En la última manifestación de
protesta en Oporto yo vi, sobre todo, perplejidad y miedo”, asegura el
periodista Carlos Magno, actual presidente del Conselho Regulador da
Entidade Reguladora para a Comunicação Social.
Junto al miedo y la pobreza (y el miedo a la pobreza) se cuece también una suerte de rebelión pausada, pacífica pero firme, muy portuguesa, arropada desde hace meses en la vieja canción-emblema de la revolución de los claveles, llamada Grândola, Vila Morena,
y un colectivo civil ajeno a los partidos políticos, Que se Lixe a
Troika (que se joda la troika), capaz de canalizar el descontento. El
grupo nació a finales del verano en una reunión de amigos que no
contaban ni con un megáfono en uso. Ahora no son más de 120 personas,
pero componen un retrato no del todo infiel de esa sociedad portuguesa
que ve, con asombro, rabia y pánico, que cada día vive un poco peor:
actrices, parados, profesores, médicos, enfermeros, estibadores,
autónomos y jubilados, entre otros. Gracias a Facebook y a su propio
poder catalizador han organizado las dos manifestaciones de protesta más
multitudinarias en Portugal desde 1974, celebradas el 15 de septiembre y
el 2 de marzo. Prometen sumarse (aunque no organizar) la que cada año
convoca el 25 de abril el Movimento das Forças Armadas (MFA) para
conmemorar y recordar el derrocamiento de la dictadura y que este año
especial se prevé masiva.
Grândola, Vila Morena
es mucho más que una canción. La creó en mayo de 1964 el cantautor José
Zeca Afonso después de un concierto en la ciudad alentejana de
Grândola, mientras volvía a Lisboa en coche, tarareándosela
insistentemente para no dormirse al volante. Casi diez años después
sirvió de contraseña en la madrugada del 25 de abril de 1974 a fin de
que los capitanes implicados en el levantamiento supieran, al oírla a
las 0.30 en la emisora Rádio Renascença, que había llegado el momento.
La de aquel día fue una revolución insólita, incruenta y feliz. También
surrealista: los soldados sublevados tomaban posiciones cuerpo a tierra
en la acera mientras algunos niños sin escuela los miraban agachados a
su lado; hubo un agricultor montado en un tractor que, al cruzarse de
madrugada con la columna rebelde de blindados encargada de ocupar el
corazón de Lisboa, exclamó: “¡Viva esto, sea lo que sea!”. El pueblo
portugués salió entonces a la calle y se la jugó, dando un apoyo
exultante, necesario y valiente a la revuelta. Y Grândola, la
canción-consigna inventada por Zeca Afonso para agradecer a una ciudad
su acogida en un recital y para no pegarse un trompazo en la carretera,
escogida después por los capitanes como mensaje casi horario, pasó a
convertirse en el símbolo puro de ese día, el mejor de la historia
contemporánea lusa.
'Grândola, vila morena'
José Zeca Afonso
Grândola, vila morena Terra da fraternidade O povo é quem mais ordena Dentro de ti, ó cidade Dentro de ti, ó cidade O povo é quem mais ordena Terra da fraternidade Grândola, vila morena Em cada esquina um amigo Em cada rosto igualdade Grândola, vila morena Terra da fraternidade Terra da fraternidade Grândola, vila morena Em cada rosto igualdade O povo é quem mais ordena À sombra duma azinheira Que já não sabia a idade Jurei ter por companheira Grândola a tua vontade Grândola a tua vontade Jurei ter por companheira À sombra duma azinheira Que já não sabia a idade | Grândola, villa morena Tierra de fraternidad El pueblo es el que manda dentro de ti, oh ciudad Dentro de ti, oh ciudad El pueblo es el que manda Tierra de fraternidad Grândola, villa morena En cada esquina, un amigo En cada rostro, igualdad Grândola, villa morena Tierra de fraternidad Tierra de fraternidad Grândola villa morena En cada rostro, igualdad El pueblo es el que manda A la sombra de una encina De la que no sabía su edad Juré tener por compañera, Grândola, tu voluntad Grândola, tu voluntad, Juré tener por compañera A la sombra de una encina De la que no sabía su edad |
Todo eso lo sabe muy bien Carlos Mendes,
un cantante famoso en Portugal que actuó en Eurovisión en 1968 (el año
de Massiel). Simpático, comprometido y parlanchín, preocupado por sus
hijos y por su nieto recién nacido, es miembro de Que se Lixe a Troika.
Habla en la tienda de cuadros, muebles y cosas raras que su mujer
regenta en el Bairro Alto de Lisboa.
“En abril de 1974 yo pensé que
íbamos a entrar definitivamente en un mundo nuevo. Después, tal vez, la
gente de mi generación nos dejamos un poco llevar, pensando que la vida
estaba resuelta. Y no lo está. A mis 65 años veo que no lo está, que
nada está conseguido, o que hay que volver a reconquistarlo”.
Mendes, junto a otros miembros
del colectivo, propuso hace dos meses entrar en la Asamblea de la
República disfrazados de espectadores interesados en el debate político
quincenal y, en medio de la sesión, levantarse y ponerse a cantar Grândola, Vila Morena. Así lo hicieron el pasado 15 de febrero,
a varias voces afinadas. El primer ministro, el conservador Pedro
Passos Coelho, que hablaba en ese momento, se calló y esperó, educada y
sonrientemente, a que todo terminara. Por primera vez, la canción de la revolución de los claveles
sonaba en la Asamblea de la República, y lo hacía como reprobación de
un Gobierno en el poder. El vídeo dio la vuelta al país, traspasó alguna
frontera, y las protestas cuasi guerrilleras con la canción como
proclama se multiplicaron: comparecencias de ministros, conferencias de
altos cargos, visitas institucionales. Todas acababan con lo que la
prensa portuguesa bautizó como grândolada.
Hay niños que cenan la sopa boba del colegio y gente que deja de ir a urgencias porque cuesta 20 euros
Con una de las frases
más famosas de la canción (“el pueblo es el que manda”) escrita en la
pancarta de cabecera, Que se Lixe a Troika organizó el pasado 2 de marzo
una marcha de protesta que se trasformó en Lisboa en un impresionante
desfile sobrecogedor de cientos de miles de personas de todas las edades
(algunos periódicos hablaron de un millón) avanzando por el corazón de
la ciudad casi en silencio. “Fue una manifestación rara, triste. Amarga.
Hubo menos insultos que silencio. Pero los gobernantes tienen que tener
en cuenta esa tristeza. Porque no es resignación. No hay desánimo en
alguien que sale a la calle, sino rabia contenida. Y puede explotar en
cualquier momento”, explica Paula Nunes, de 45 años, productora, una de
las organizadoras de la marcha, también de Que se Lixe a Troika. En un
artículo publicado al día siguiente de esa manifestación, Mário Soares,
expresidente de la República y ex primer ministro, referente histórico
de la izquierda portuguesa, coincidía con la activista: “Que el Gobierno
dimita ahora que el pueblo aún está tranquilo, que lo haga antes de que
se enfurezca”.
A esa manifestación acudió
Belandina Vaz, profesora de historia de un instituto público. Es un
ejemplo de cómo las medidas de austeridad roen a las clases medias. En
2009 ganaba 1.020 euros al mes y tenía dos pagas extras. Ahora solo
ingresa 920 y ya no tiene ninguna, después de que el Gobierno, para
tratar de ajustar el déficit, recortara sueldos y suprimiera pensiones a
los funcionarios públicos y a los jubilados. “Nunca pude tener hijos
porque nunca tuve estabilidad, siempre anduve de un contrato a otro,
siempre interina. Pero ahora tengo 40 años y estoy así, y voy a estar
peor”, razona. No es difícil adivinarlo: el Gobierno ha eliminado cerca
de 25.000 plazas de profesores, lo que se traduce, entre otras cosas, en
la eliminación de los docentes de apoyo a alumnos con problemas. Y la
previsión es que el Ministerio de Educación se vea afectado por un
recorte extra de 4.000 millones de euros que el Gobierno –por imposición
de la troika– prevé perfilar en meses y acometer en tres años.
“Volveremos a una escuela elitista que fomentará aún más la desigualdad,
en la que los alumnos autosuficientes o con padres que puedan ayudar a
sus hijos saldrán adelante. Los otros se quedarán por el camino”,
explica con amargura Miguel Reis, de 34 años, profesor de instituto en
paro, al que le quedan pocos meses para verse sin el subsidio que cobra
al mes y sin saber muy bien qué hacer con su vida.
Los dos profesores
pertenecen al núcleo central y originario de Que se Lixe a Troika, que
definen como un movimiento popular y no populista, donde nadie sabe lo
que ha votado el vecino, pero que tampoco desprecia a los partidos
políticos ni los excluye. “Sobre todo estamos en contra: en contra de
una deuda que no creamos nosotros, los maestros, o los médicos, o los
jubilados; una deuda que tenemos que pagar, que estamos pagando cada
día, porque aquel rescate, aquella petición de rescate, no fue una
ayuda: para mí fue un robo”, añade Belandina Vaz.
El 6 de abril de 2011, a las
ocho de la tarde, en una rueda de prensa urgente e improvisada, el por
entonces primer ministro portugués, el socialista José Sócrates,
solicitaba solemnemente un rescate financiero a fin de escapar a la
quiebra inminente del país. El déficit público de 2009 y 2010 voló por
encima del 10% y el fantasma de la bancarrota empujó a Sócrates a
rendirse, bajar la cabeza y pedir dinero. La Unión Europea, el Fondo
Monetario Internacional y el Banco Central Europeo (la troika)
concedieron a Portugal 78.000 millones de euros a cambio de la firma de
condiciones y compromisos encaminados a controlar el gasto público. Dos
meses después, el conservador Passos Coelho ganaba las elecciones. Desde
entonces ha gobernado presionado, desde un lado, por la troika
acreedora y sus exigencias, y desde otro, por una marea ciudadana que
pierde paulatinamente derechos y nivel de vida. La estrategia ha
consistido en recobrar la confianza en los mercados (conseguido: en
enero, Portugal volvió a emitir exitosamente bonos a largo plazo y los
intereses siguen bajando), en alejarse de la identificación con el caos
griego (conseguido: Portugal, estable desde el punto de vista político,
se asocia ahora más en Bruselas a Irlanda), en desempeñar el papel de
alumno aplicado que hace los deberes sin rechistar (conseguido: Alemania
no ha hecho sino elogiar la dedicación lusa) y en aguantar el tirón de
la austeridad a machamartillo a la espera de que las cuentas –de la
troika– salgan y emerger del hoyo por fin.
Pero las cuentas no han salido.
A finales de 2011, el ministro
de Finanzas, Vítor Gaspar, anunció que en un año se comenzaría a
respirar y a crecer. Un año después, el ciclón destructivo de la
recesión acaba con más empleos y más velozmente que cuando el ministro
–que se creía entonces en el ojo del huracán– lanzaba su previsión. De
hecho, el objetivo del déficit ha bailado ya dos veces desde entonces.
En 2011 se fijó el déficit para 2013 en el 3%. En 2012 ya se subió al
4,5%, ante la tozudez de las cifras. Hace un mes se volvió a resituar en
el 5,5%. Como un atleta en un mal sueño que corriera cada vez más
aprisa hacia una meta que se aleja.
Y las grandes cuentas que no
salen repercuten en las cuentas pequeñas. En la ciudad de Grândola, muy
cerca del auditorio –que aún existe– de la Sociedad Musical Fraternidad
Operaria Grândolense donde Zeca Afonso actuó aquella tarde de 1964,
están Custodio Pereira y María Elisa, de 86 y 81 años. Son un matrimonio
de labriegos jubilados y perciben, entre los dos, una pensión de poco
más de 500 euros. Se encuentran en la vieja sede del Partido Comunista
Portugués, adonde han ido a pagar la cuota. Hay una linotipia de adorno
de los tiempos de Salazar, una barra de bar limpísima con vasos
coronados de claveles rojos que nadie parece tocar, un retrato de Lenin
en la pared derecha. El local exhala un aire triste de abandono, edad y
derrota. Él mira con desgana o cansancio, con los ojos agrandados y
deformes por los cristales de las gafas; ella interviene para evitarle
al marido la molestia de hablar: “Esto es una miseria”.
En Lisboa, al lado
de la histórica maternidad Alfredo da Costa (sobre la que pende un
proyecto de cierre), la doctora Inês Pintasilgo, de 25 años, cuenta que
conoce un enfermo con úlceras en las pantorrillas que ya no acude a la
cura de dermatología porque, para ahorrar, se le ha denegado (como a
otros muchos) el transporte en ambulancia al hospital, y que corre el
riesgo de que se le ampute la pierna; asegura también que hay pacientes
que eligen medicamentos más baratos (pero menos ineficaces) para
enfermedades como la artritis reumatoide y que eso, simplemente, se
traduce en menos meses de vida o menos meses de calidad de vida
aceptable, y recuerda el caso de la madre de una niña de siete años con
parálisis cerebral que duerme cada noche con ella encima del pecho
porque el hospital no tiene dinero para pagarle un lector de oxígeno que
le alerte de que su hija se ahoga.
En el puerto de Lisboa, al pie
de los monstruos cuadriculados de los contenedores apilados como
montañas perfectas, a un paso del puente rojo del 25 de Abril, António
Mariano también echa cuentas. Tras la séptima visita de la troika a
Portugal, el Gobierno ha aceptado rebajar más la indemnización por
despido y dejarla en 12 días por año trabajado en algunos supuestos.
Mariano trabaja de estibador desde 1983. Ahora se encarga de controlar y
registrar los contenedores que entran y salen. Realista, pragmático,
algo desesperanzado, este sindicalista sabe que a sus 54 años colecciona
muchas papeletas para ser despedido. Por eso se ha unido a Que se Lixe a
Troika para forzar la caída del Gobierno, por una cuestión de mera
supervivencia. “Antes de que llegara la troika, a un despedido le
correspondían 30 días por año de trabajo. Después bajaron a 20. Ahora
son 12. Cuanto más tarde en irse este Gobierno, menos tendré de
indemnización. O ellos o yo”.
El 2 de marzo se celebró esa gigantesca manifestación que aturdía por
su silencio. Terminó en la hermosa plaza del Terreiro do Paço, abierta
al estuario del Tajo. Eran las seis y media y comenzaba a atardecer
lentamente, como todo en Lisboa. Entonces, la multitud entera, jóvenes
que conocen la Revolución de Abril solo en los documentales de los
telediarios y viejos que la vivieron en la calle cuando eran jóvenes,
comenzaron a cantar la canción símbolo, esa Grândola, Vila Morena
resucitada. Hubo quien lo interpretó como un grito de impotencia, de
pura nostalgia desesperada. Otros lo consideraron un gesto
reivindicativo de la libertad y la democracia que les ha sido
escamoteada por poderes que nunca se someten a unas elecciones. Otros
prefirieron ver a un pueblo apelando, paradójicamente, a una canción
mágica de hace casi cuarenta años para volver a poner el futuro donde
estaba y dejar de ver retroceder el calendario.
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