La Brenda es una mujer capaz de hacer cualquier locura, la que sea. Desde que dejó plantado aquel rico industrial vasco, el tal José Ignacio Urquiola, ella goza la vida de lo lindo, sin remordimientos de ninguna especie.
Siempre me dijo: "Mira negrito lindo: yo nací para gozar la vida". Ese hedonismo de La Brenda a muchas mujeres les cae mal, a mis amigas en primer término. La aborrecen por ser una mujer tan impulsiva, tan determinada por sus deseo de libertad y placer sin límites. He conocido muchas mujeres en la clínica psicoanalítica, y en la docencia universitaria, pero ninguna como La Brenda tan especial y divertida al mismo tiempo.
Dejemos de lado su singular belleza (enormes ojos verdes, cabello negro hasta la espalda, un cuerpo escultural, y uno ochenta de estatura). Lo que más me impresionó de La Brenda el día que la conocí, esa ocasión en que fuimos presentados por una amiga en común, La Renata, fue su desparpajo para hablar conmigo, me trató como si fueramos viejos amigos. No reparó en mis canas ni en mi currículum académico, cuestiones que habían sido usadas como argumento por La Renata, para interesar a La Brenda en mi persona.
La Brenda le había expresado a La Renata que, si a ella le gustaba ese profesor de psicología no le importaba nada de sus méritos intelectuales. Le comentó a La Renata: "Mira amiga, si ese tal Bolívar, baila bien y le gusta tomarse unos tragos, y si además tiene sentido del humor, ya la hicimos".
Y así fue como nos encantamos uno al otro. Vivimos un romance loco, mucha fiesta, muchos viajes, muchos tragos, mucha música, todo era excesivo.
Nunca hablamos de boda ni de vivir juntos, así estabamos contentos. Yo ya le había expuesto mi teoría de la "Toalla" (tú allá y yo acá) antes de que se le ocurriera la brillante idea de estar juntos bajo el mismo techo. Estuvo de acuerdo al principio, pero un día, con algunos rones adentro y con la canción de Joan Sebastian de fondo, que le encantaba oír, El Secreto de amor, me dijo: "yo tengo una meta que quiero cumplir en la vida: quiero casarme de blanco y salir de la iglesia del brazo de mi marido, ese es mi sueño dorado".
Me miró fíjamente a los ojos, con esos ojos verdes que me hechizaban tanto, esperando una respuesta afirmativa a su deseo. No respondí en ese momento. Yo venía de varios matrimonios truncados, así que eso no era mi tema de preocupación existencial, por el momento.
Como la Brenda, inteligente y astuta que era, se percató que "su negrito" no la sacaría de blanco de ninguna parte, ni saldría del brazo como su marido, buscó poner la mirada en otro candidato. Ese principe, por lo visto, no era yo.
Así fue como se le cruzó en la vida de José Ignacio Urquiola, y se casó con él, en el matrimonio más breve que he conocido, un mes exacto.
Ahora que ya abandonó aquella bella jaula de oro que le tenía su marido en Vitoria, España, La Brenda se encuentra feliz de vuelta en México. Haciendo lo que se le da su regalada gana todo el tiempo. Viviendo para el placer, exclusivamente, un lujo que pocas mujeres se pueden permitir en la vida.
Ayer estaba en el jardín de mi casa haciendo los ejercicios rutinarios, cuando sonó el timbre de la casa, alguien estaba en la puerta del garage con una caja de cartón en las manos. Era un empleado de DHL que me pedía firmar unos papeles de recibido. Así lo hice y muy intrigado por el envío, porque nunca recibo nada de nadie.
La caja de cartón era un envío urgente de La Brenda, lo primero que pensé es que eran los regalos que alguna vez le hice, pero recapacité y me dije: "pues, casi no le regalé nada, algunos libros que nunca leyó, un poco de música y una mascada de seda italiana, y ya". Ella no me aceptaba regalo alguno, no lo necesitaba. Sólo me aceptaba invitaciones a comer en lujosos restaurantes. Así que esa caja contenía quién sabe qué cosas...
Al abrirla a escondidas, lejos de las miradas inquisitivas de mis hermanas con las que vivo actualmente, me encuentro con unas mil fotografías de La Brenda, que incluyen episodios de su boda, su luna de miel, de su escapada a Marruecos, y de otros viajes que hizo con su marido a París. Pero lo sorprendente del contenido de la caja misteriosa, es que en el fondo, debajo de las fotografías, había colocado cuidadosamente un juego de lencería fina, color negro, que había estrenado el día que hicimos el amor por vez primera. Lo reconocí de inmediato, porque era verdaderamente espectacular el diseño y la tela.
Surgen varios problemas de golpe: Ella pretende que yo me convierta en un fetichista, con esa ropa interior suya; las fotografías son imágenes de una parte de su vida que no me pertenece ni me interesa conservar.
Tampoco voy a perder el tiempo recortando con tijera a su marido y dejar solo la silueta de ella.
¿Y qué hago con ese precioso brasier de encajes negro y esa braga, calzón o pantaleta, o como quieran llamarle?
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