Para mi las dos ciudades estadounidenses que mayor atractivo poseen son, San Francisco, California y New York, ésta última por sobre todas las cosas.
En la vida de las ciudades hay siempre un momento en el que irrumpe con fuerza la figura de un gran escritor que logra encerrar entre las páginas de un libro la idiosincrasia del lugar y de sus gentes. Es el caso de James Joyce con Dublín, Alfred Döblin con Berlín, José Saramago con Lisboa, Orhan Pamuk con Estambul, Naguib Mahfouz con El Cairo, Salman Rushdie con Bombay.
Otro tanto han hecho en el pasado León Tolstói y Fiodor Dostoievski con San Petersburgo y Moscú, Charles Dickens con Londres o Marcel Proust con París. Los grandes frisos narrativos de estos autores han dejado grabada de manera indeleble en la memoria colectiva el espíritu de las ciudades acerca de las que escribieron.
Simbólico o no, ningún mapa del presente se puede considerar completo si no figura en él Nueva York. Metrópolis por antonomasia de nuestro tiempo, como lo fueron en otras épocas Roma o París, Nueva York es en cierto modo suma y resumen de las demás ciudades.
Entre los millares de perfiles escritos, destacan dos: 'Esto es Nueva York', de E. B. White, y 'Una casa en Brooklyn Heights', de Capote
Los autores de algunas de las páginas más inolvidables no nacieron aquí, como es el caso de García Lorca y su 'Poeta en Nueva York'
La literatura norteamericana está en deuda con Nueva York por haber nacido en ella Herman Melville, autor de 'Moby Dick', y Walt Whitman.
Se ha dicho muchas veces, y es verdad, que, más que un lugar, Nueva York es un estado de ánimo. La idea puede servir de punto de partida para intentar atrapar algún aspecto oculto de su personalidad. Conscientes del misterio en que está envuelta, los literatos neoyorquinos se vieron obligados a forjar una forma de escritura capaz de horadar el caparazón de la ciudad, extrayendo del fondo de la misma su más recóndita esencia.
El género inventado se sitúa en algún lugar entre la literatura y el periodismo. Corría el año 1925 cuando se dio a conocer su primera cristalización. Fue entonces cuando salió a la luz The New Yorker, publicación para la que no hay equivalente en ningún otro lugar del mundo y sin la cual no es posible entender el espíritu de Nueva York y sus gentes.
En las páginas de la recién nacida revista se gestó un género literario cuyo fin era ayudar a los neoyorquinos a entender y dar adecuada expresión a su entorno. Son muchas las singularidades que hacen irrepetible esta publicación: las viñetas, la inclusión de cuentos y poemas inéditos, una forma especial de entender casi cada aspecto, tanto del periodismo como de la literatura, y, por encima de todo, una forma de reportaje que ha pasado a ser conocido como perfil.
El perfil es un retrato en profundidad de la forma de ser de un individuo o un lugar. La fórmula secreta que permite llegar a lo más hondo del asunto a tratar es un aspecto del estilo que hace de él un arma de una sutileza rayana en lo invisible. Los mejores escritores americanos, sin excepción, han velado sus armas escribiendo perfiles para The New Yorker, por cuyas páginas han desfilado y siguen haciéndolo hoy las mejores firmas de la literatura universal.
De entre los millares de perfiles escritos durante las décadas que han transcurrido desde la fundación de la revista hay dos, firmados por E. B. White y Truman Capote, que estuvieron a punto de alcanzar lo imposible: atrapar en unas decenas de páginas la esencia de lo que es Nueva York, o por lo menos, una mitad de la ciudad.
El de White se titula simplemente Esto es Nueva York, y es cierto que logra fijar de manera indeleble lo que de permanente hay en algunos de los lugares más emblemáticos de Manhattan. A su vez, en Una casa en Brooklyn Heights, Capote aporta lo que le falta al medio Nueva York de White: el espacio que se abre al otro lado del Puente de Brooklyn. Compuestas con total independencia una de otra, las semblanzas neoyorquinas de estos dos autores trascienden las señas de identidad de la época en que fueron escritas, logrando entre las dos atrapar lo que hace a Nueva York acreedor del título que tuvo en su tiempo Roma: ser una ciudad eterna.
El perfil de White es de 1948 y se publicó en forma de libro un año después. Muy distinta fue la suerte de Una casa en Brooklyn Heights, texto que permaneció sepultado entre los manuscritos que el autor de A sangre fría dejó inéditos tras su muerte y no llegaría a la imprenta hasta 2001. La unidad que constituyen estos dos reportajes es tal, que en las librerías neoyorquinas se suelen ofrecer conjuntamente al lector, cuidadosamente publicados por la misma editorial.
Cuenta Washington Irving en las páginas iniciales de su exquisita Historia de Nueva York, libro publicado en 1809, que, con anterioridad a la llegada de los primeros europeos, había en la punta meridional de la pequeña isla de Manhadoes un poblado indio cuyos habitantes se dedicaban al pacífico oficio de la pesca. Situada en la confluencia de dos ríos que desembocaban en una amplia bahía, en 1524 arribó a sus orillas el explorador italiano Giovanni da Verrazano, que andaba a la sazón buscando un paso que le permitiera proseguir viaje en dirección Noroeste. En 1609 llegó al mismo enclave el navegante inglés Henry Hudson, quien bautizó al río que bañaba la costa occidental de Manhadoes con su apellido. Un año después, los holandeses le compraron el poblado a los indios algonquinos por una cantidad irrisoria.
La colonia se denominó Nueva Orange y Nuevo Ámsterdam antes de adquirir el nombre definitivo de Nueva York. Irving, de 26 años de edad, pone estas y otras historias en boca de Diedrich Knickerbocker, el idiosincrático narrador de la obra. El libro llegó a ser un best seller de proporciones extraordinarias y convirtió el apellido de Knickerbocker en sinónimo de neoyorquino. Al escribir la historia de los primeros tiempos de su ciudad natal, centrándose en el periodo neerlandés, Washington Irving se interesa exactamente por lo contrario que, andando el tiempo, procurarían captar Truman Capote y E. B. White, es decir, no lo que aspira a la condición de eterno, sino lo efímero.
Son innumerables los libros que buscan dejar constancia de la grandeza perdida de la ciudad, y no solo arquitectónicamente. Irving publica su crónica del Nueva York perdido cuando la ciudad cumplió sus primeros dos siglos de existencia. Resulta conmovedor constatar que desde el primer momento Nueva York encerraba en su totalidad el germen de su futuro ser. Dice Knickerboker que en torno al año 1640, con una población que no llegaba al millar de habitantes, la inmensa mayoría de los cuales no habían nacido allí, se hablaban en la colonia 18 idiomas.
Acercarse a Nueva York a través de su literatura exige dejar en suspenso los prejuicios estéticos que podamos tener y adoptar una actitud abiertamente democrática. No en vano, el autor neoyorquino más emblemático es Walt Whitman, cuya proeza consistió en saber hacer llegar su formidable corpus poético a toda suerte de lectores.
Es importante señalarlo: Cuando Nueva York recibe el homenaje de sus hijos se niega a distinguir entre alta y baja literatura. Si se quiere entender de manera cabal lo que sucede en sus calles y rincones, es imperativo aceptar por igual a los autores supuestamente cultos y a quienes viven de satisfacer el apetito de las masas. Los intelectuales podrán o no dar la espalda a los best sellers, es su problema, pero la ciudad en sí acepta con idéntica alegría libros como Sexo en Nueva York (1997) o El diablo viste de Prada (2003), así como novelas de la altura literaria de Great Jones Street (1973), de Don DeLillo.
Para algunos de sus contemporáneos, las historias de O. Henry (1862-1910) pecaban de sentimentalismo. Lo maravillosamente irónico de su caso es que un siglo después de la muerte de este autor, mientras que sus críticos han caído en el olvido, sus cuentos neoyorquinos siguen siendo tan deliciosos de leer hoy como lo fueron en su día.
El gran O. Henry no estaba solo. Los mejores cronistas de la ciudad suelen tener un alma gemela en otro vértice del tiempo. Así como Capote lo fue de E. B. White, quien mejor complementa el retrato neoyorquino que nos ofrecen los cuentos de O. Henry es uno de los grandes colaboradores de The New Yorker. Se trata de Joseph Mitchell, el genial creador de Joe Gould, un vagabundo del Village que quiso registrar una historia oral del mundo que cupiera entre los límites de Nueva York. No lo consiguió, por supuesto, ni siquiera logró reducir a la ciudad en sí.
Así las cosas, lo mejor es abandonarse a una lectura perfectamente desordenada, desde el punto de vista cronológico. Las disquisiciones de los detectives metafísicos de Paul Auster no están reñidas con las novelas de costumbres urbanas escritas por E. L. Doctorow, Isaac Bashevis Singer o Henry Roth, los tres grandes de la literatura judeo-neoyorquina. Una de las novelas más deliciosas que tienen como escenario Nueva York es Desayuno en Tiffany's (1958), de Truman Capote. Y nadie ha conseguido aún llegar a las alturas alcanzadas por J. D. Salinger en El guardián entre el centeno (1951) o Francis Scott Fitzgerald en las escenas neoyorquinas de El Gran Gatsby (1925).
Si el tiempo no importa, menos aún el lugar. Uno de los rasgos más llamativos de la historia literaria de Nueva York es que los autores de algunas de sus páginas más inolvidables no nacieron aquí. Uno de los poemarios más sobrecogedores jamás escritos sobre la ciudad es Poeta en Nueva York (1929-30), de Federico García Lorca. En su recorrido, Lorca recoge los símbolos esenciales del paisaje urbano: Broadway, Harlem, Wall Street y, por supuesto, el Puente de Brooklyn, sobre el que convergen con avidez las miradas de innumerables poetas, uno de ellos, alguien tan inesperado como Vladímir Maiakovski.
En algún caso, vinieron a morir aquí, como ocurrió con el galés Dylan Thomas, una de las víctimas más legendarias del legendario Hotel Chelsea. Y hablando de escritores malditos, casi nadie tiene presente las páginas que dedicó el francés Ferdinand Céline a Manhattan en su estremecedor Viaje al fin de la noche (1932), como tampoco es apenas conocido el impacto que tuvo la ciudad en Máximo Gorki, cuya ideología se tambaleó ante la grandeza inclasificable de Nueva York.
Una de las más logradas semblanzas de la ciudad la llevó a cabo el poeta y diplomático francés Paul Morand en Nueva York (1929). Tanto por la profundidad de su visión como por la extraordinaria calidad de su prosa, hasta hoy, nadie que se exprese en español ha superado las crónicas neoyorquinas que escribió en nuestro idioma el héroe de la independencia cubana, José Martí, durante los años que vivió en la Gran Manzana a finales del siglo XIX.
Nueva York no olvida a los suyos, por supuesto, y los exhibe con orgullo. En cuanto a los escritores oriundos de la ciudad, la literatura norteamericana está en deuda con Nueva York por haber nacido en ella Herman Melville y Walt Whitman, autores, respectivamente, de la mejor novela (Moby Dick, 1851) y el mejor libro de poemas (Hojas de hierba, 1855-1892) de toda la historia de la literatura norteamericana.
¿Cómo abarcar la ciudad con una sola mirada? Nueva York es la suma de cinco condados: Manhattan, Brooklyn, Queens, el Bronx, Staten Island. Dentro de cada uno de estos barrios infinitamente cambiantes hay un sinfín de enclaves urbanos, todos con una fuerte personalidad: Harlem, Wall Street, Washington Heights, Williamsburg, Forest Hills, Coney Island... Además de carácter, todos tienen su propia historia literaria, imposible de resumir. Los negros, los hispanos, los judíos, los polacos, los italianos, los irlandeses y los asiáticos, entre otros, tienen una larga nómina de autores que enriquecen de manera incesante la literatura que tiene por objeto la ciudad.
Antes se decía, en el siglo XIX, "visitar París y luego morir", ahora tendríamos que decir: "visitar New York y luego morir"...
híjole, este texto es muy muy muy parecido o retoma mucho de lo que publicó el país semanal un día después, el caso es que en web el artículo ya está publicado desde las 5 pm hora de méxico, es sólo observación, don Bolívar
ResponderEliminar