De las relaciones entre la música y la literatura se ha hablado y escrito muchas veces. Basta recordar la novela Doktor Faustus, de Thomas Mann, para entender el significado que ha tenido la música entre los escritores, por no abundar más sobre la relación de Mann con Schoenberg cuando ambos vivían en Los Ángeles en los años de la segunda guerra mundial.
Pero lo que más llama la atención son los casos de desinterés o indiferencia por la música que también se da entre ciertos escritores. Por ejemplo, Jorge Luis Borges no tenía una gran pasión musical. No se le nota en sus escritos. Tampoco Octavio Paz, que parecía un tanto indiferente a la música. En su reciente Una autobiografía soterrada, una poética de su ficción, Sergio Pitol no menciona para nada a los compositores ni la música, pero todo mundo sabe en Jalapa que se la pasa oyendo ópera y que en Praga o en Moscú nunca se perdía una temporada.
Por lo contrario, se sabe de escritores que han sido y siguen siendo muy melómanos: Álvaro Mutis, por ejemplo, lo mismo Gabriel García Márquez. Y otros: Jorge Aguilar Mora, José Agustín, Fernando Vallejo, Margo Glantz, Eduardo Lizalde, Antonio Alatorre, Eugenio Trías. Ah, y no se diga nuestro querido Juan Rulfo, que se amanecía hasta las cuatro de la mañana escuchando a Frescobaldi, Orlando de Lassus, Palestrina, Charpentier, Monteverdi, Gabrielli, Gesualdo, Perotinus, y Schultz.
Hace poco Ediciones del Equilibrista le ha hecho justicia a Tomi García Ascot al resucitar editorialmente su libro Con la música por dentro, pues como se sabe el poeta era un enamorado de la música y —en prosa de ensayo y de crítica— le puso letra a su pasión más íntima. Y es que, como dice Joan-Carles Mèlich, sólo hay dos cosas que nos pueden educar o preparar para la muerte: la narración (en el sentido en que Walter Benjamin le da en su ensayo “El narrador”) y la música.
“De todos los artefactos simbólicos que los seres humanos han fabricado para hacer frente a la amenaza de la contingencia, al flujo del tiempo, a la ausencia y a la muerte, podrían destacarse dos de especial relevancia: la narración (oral y/o escrita) y la música.”
El más reciente libro, Nocturnos, de Kazuo Ishiguro contiene cinco cuentos que tienen como contexto la música y en ellos comparecen un guitarrista, un violonchelista y un saxofonista a lo largo de una lectura que podría sentirse literariamente como un concierto de cámara.
Al gran inventor de la neuronarrativa, Oliver Sacks, le preguntaron una vez qué clase de música y a cuáles compositores pondría en su iPod. Aclaró que no tenía iPod, pero que en todo caso pondría la Fantasía en Fa Menor, de Chopin, y el Requiem y la Misa en Do Menor, de Mozart.
También guardaría la ópera Don Giovanni, de Mozart; La consagración de la primavera, de Stravinski; el Concierto en Mi Menor, de Mendelssohn, interpretado por Joshua Bell; La bella molinera, de Schubert, cantada por Dietrich Fischer-Dieskau; las sonatas para piano de Beethoven tocadas por Alfred Brendel; el Alto Rhapsody, de Brahms; la Misa en Si Menor, de Bach; y la Chacona en Do Menor, también de Bach, ejecutada por Yehudi Menuhin.
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