Mi gran amigo y ensayista distinguido, Federico Campbell, con quien hemos librado batallas períodísticas antaño, ahora nos comparte este texto sobre el Premio Nobel de literatura 2010.
No sólo Mario Vargas Llosa es uno de los mejores escritores en español. También es uno de los mejores novelistas en cualquier lengua de nuestro tiempo. Para no pocos es un narrador de la especie de Balzac o de algunos de los grandes novelistas rusos del siglo XIX.
Y está condición no sólo se debe al talento. La clave es el trabajo, como nos ha hecho ver Malcolm Gladwell, la persistencia. En el caso de Mario Varas Llosa la disciplina es lo más importante, pero no en el sentido militar. En literatura la disciplina tiene otro nombre: concentración, la capacidad de la mente para mantener la atención por largos períodos.
Me contaba Juan García Hortelano que una vez un grupo de escritores de Barcelona —Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Juan Marsé— se acercaron a la Costa Brava en tren. Cuando llegaron a Cadaqués cada quien se instaló en su cuarto, se puso su “bañador”, y se fue al mar. Mario no. Faltaba. Se había quedado en su habitación dándole a una máquina de escribir portátil para reaparecer sólo a la hora de la cena. Alguien me decía que una vez compartió con él un camarote en un tren de Barcelona a París. Antes de que arrancara, Mario abrió un libro y no levantó la vista de sus páginas en las siguientes siete horas. En Lima, Juan Gargurevich me comentaba que Vargas Llosa tenía una casa en Barranco, y que una secretaria ordenaba y cuidaba su biblioteca: estantes de un metro de alto, con ruedas, con libros por los dos lados, para aprovechar al máximo el espacio. Gran organización, pues. Disciplina literaria, no militar.
Nunca olvidaré mi lectura de Conversación en La Catedral: esa meditación melancólica e iracunda sobre las relaciones entre la prensa y el poder. Nunca olvidaré que Vargas Llosa fue uno de los jurados que le dio a Juan Marsé el premio Biblioteca Breve por Últimas tardes con Teresa, que competía con Boquitas pintadas, de Manuel Puig. Tampoco olvido la aparentemente improvisada conferencia que dio el peruano sobre la novela de Marsé en le Feria del Libro de Guadalajara: abundante en datos, generosa, divertida. Tampoco podría olvidar que la poética narrativa de Mario es la de la novela realista, que viene entre otros de Gustave Flaubert. El novelista investiga como un periodista o un historiador. Viaja, entrevista, se mete a los archivos. La suya no es una novela imaginativa, de pura invención literaria, como la de Daniel Sada o Juan Marsé, que se ayudan de la memoria distorsionadora y variopinta. Vargas Llosa va al Congo y recupera el sitio que junto a Hitler e Stalin merece el rey belga Leopoldo II, un magnicida olvidado, y una época, la de El sueño del delta, que recuerda hechos sangrientos y desalmados que inspiraron El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.
“Me parece una porquería juzgar a un escritor por lo que no es su obra”, decía Gabriel Ferrater. Y tenía razón. Pero por otra parte, no hay por qué separar a Vargas Llosa el novelista por un lado y el ensayista político por el otro. El paquete de una obra pensante viene completo. En una sola pieza. No se vale partir en dos a nadie, ni en tres. Además, no pocos están de acuerdo que en cuestión de opiniones políticas en muchas cosas Mario Vargas Llosa ha tenido razón.
Es esplendida la descripción del gran Vargas Llosa, para poder entender al ser humano que porta.
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